Sombras verdaderas
El asesino sin rostro
Michelle McNamara
Trad. Eduardo Iriarte
RBA
384 páginas | 19 euros
Hay un latiguillo que dice que la realidad supera a la ficción. Y es matemáticamente así por una cuestión de forma: la novela siempre ha de resultar verosímil, pero la realidad se puede permitir el lujo de ser tan desaforada como quiera. La editorial RBA ha puesto en marcha una colección de True Crime para abrir la veda a este tipo de libros que nos sirven la realidad cruda, como un steak tartare. Y se inaugura poniendo el listón muy alto con El asesino sin rostro, tanto por el contenido del libro como por la aureola que lo rodea, imposible de idear por parte de un novelista porque se lo habrían tirado a la cabeza por inverosímil. No les voy a contar el final del final de toda esta historia que se relata en la parte última del libro (y en parte en una introducción de Gillian Flynn que no aporta nada y les recomiendo saltarse). Quienes no resistan la curiosidad pueden rastrear en los diarios norteamericanos el último asalto (con una noticia buena y otra terrible) sobre el caso de la persecución de este enfermizo criminal que aterrorizó a California durante décadas sin que nunca fuera detenido, bautizado por la propia McNamara como el Asesino del Estado Dorado.
El libro adopta un formato híbrido entre el relato y el informe, pero está dosificado de manera que no entorpece la lectura sino que le contagia a uno la sensación de estar formando parte de una investigación verdadera de un criminal que se escurre entre los dedos, mucho mejor que en cualquier novela. Su autora, McNamara, muestra que la investigación profesional no consiste tanto en ser un James saltimbanqui sino en tener una tenacidad infinita para cribar toneladas de información con la misma paciencia que un buscador de oro agita el cedazo durante días y años hasta que un día algo brilla. Se aprende muchísimo sobre la investigación real de los casos en este libro y una de las primeras lecciones es que los buenos no siempre ganan, que la policía no lo resuelve todo y que esa idea de que no existe el crimen perfecto es un camelo que nos contamos para poder irnos tranquilos a la cama por las noches: “entre 1972 y 1994, el condado de Orange investigó 2.479 homicidios y esclareció 1.591, dejando casi 900 casos sin resolver”.
McNamara se dedicó desde su juventud a indagar casos criminales sin resolver pero no como policía sino como escritora. Tenía un blog muy prestigioso, seguido por muchos policías en activo. Pero de entre todos sus casos, hubo uno que la obsesionó, un psicópata que operaba en el estado de California, que entre mediados de los años setenta y los años ochenta cometió más de cincuenta violaciones y más de diez asesinatos brutales, que mataba a sus víctimas tras haberlas violado escachándoles la cabeza a golpes con la peana de su propia lamparita de noche y se llevaba como trofeo del asalto vales de descuento del supermercado o pequeños objetos de escaso valor de las víctimas. Incluso cuando dejó de actuar, de vez en cuando llamaba a sus víctimas. A una de ellas la llamó veinte años después y ella reconoció inmediatamente su voz al teléfono. Él le preguntó si se acordaba lo bien que lo habían pasado.
McNamara es una investigadora, pero sobre todo es una escritora. La manera en que arranca el relato de los crímenes trabajando, como sugería Tom Wolfe, escena por escena, te deja pegado al libro con los dedos agarrotados. Ninguna novela del autor de terror más consumado les provocará como este libro de McNamara la necesidad de, antes de irse a dormir, asegurar antes todas las puertas y ventanas de la casa.