Un erótico extraviado
Vida amorosa de Charles Baudelaire
Camille Mauclair
Trad. José Lorenzo
WunderKammer
145 páginas | 22 euros
Camille Mauclair (1872-1945), al que Rubén Darío elogió en Los raros como “un verdadero y grande expositor de saludables ideas”, siente asco y admiración por Charles Baudelaire. Detesta al hombre pero admira al poeta. Y aunque no termina de entender cómo de alguien tan ingrato, perverso, mal dotado para las relaciones humanas y amigo del fango pueden florecer textos sublimes (poemas sobrenaturales, comentarios artísticos que le convierten en el más grande crítico francés de siempre, traducciones de Poe fruto de una afinidad constante, pura y desinteresada), concluye, sin mayores explicaciones, que “con detritus sucios, la Naturaleza hace admirables rosas”. Pasa de reñirle una y otra vez (por cómo trata a su madre, a su padrastro o a su administrador, que son buenos burgueses a los que el poeta, egoísta e inmaduro, hace sufrir sin razón) y de insultar a sus epígonos (imitadores nigromantes, príncipes de la pereza, caballeros de las nieblas, una peste social), a reproducir y comentar algunos de los poemas por los que ha pasado con letras de oro a la historia de la literatura resistiéndose a admitir que quizás lo segundo haya sido consecuencia de lo primero; es más, llegando a insinuar que si no hubiera sido tan enemigo de sí mismo, habría vivido más años y llegado a ser todavía mejor poeta.
Pero lo que le importa de verdad a Mauclair, al que Darío también le supuso un conocimiento especial de la “psicología de la desventura”, es narrar las historias amorosas del dandi maldito, satánico y depravado (porque le gustaban las enanas y las gigantas, las contrahechas y las mujeres del arroyo, las sucias y las alcohólicas) de erotismo “errático”, “desengañado”, “impotente” o “semi-impotente”, “imaginario”, “sádico”, “extraviado”, “desgraciado” o “complicado”. Por el libro van desfilando Sisina, Marguerite, Agathe, Berthe, Delphine, Hippolyte, Marie Daubrun o Marie X, pero se detiene en las tres principales. La primera es Jeanne Duval, una Mesalina o una Venus negra a la que describe como “maestra en ignominia”, “obscena” y “estúpida” y con la Baudelaire llegó a convivir largos años “funestos” y tristes. La segunda es Madame Sabatier, “que no era una virtud (…) pero que era sana y buena”, presidenta de un salón a donde acudían intelectuales como Gautier y a la que nuestro poeta escribió cartas de amor durante cinco años de manera anónima hasta que, consumado el encuentro, la defección y la humillación dieron paso al maltrato y a la ofensa por parte de él a ella. La tercera, que en realidad fue la única según la tesis de nuestro autor, fue la madre del propio Charles, de la cual este estuvo enamorado, practicando una suerte de “incesto sentimental”, toda su vida y cuya traición, al haberle sustituido cuando solo tenía siete años por un militar que intentaría ejercer de padre sustitutivo, no pudo superar jamás.
Mauclair acusa a Baudelaire de no haber sabido amar, de no haber entendido lo que es una mujer de verdad, de haber malgastado su capital emocional y vital (además de su capital económico) en personas indignas, y de haber puesto en cuestión un orden social recto y justo. Pero cuando uno termina de pelearse con este fiscal implacable (imposible no hacerlo porque cada párrafo saca conclusiones que no se dejan aceptar sin más) lo que queda es esto: no una biografía, aunque también lo sea, sino una novela apasionada, indiscreta, partidista (no siempre en el mejor sentido), lúcida y feroz. Y entonces descansa porque la buena literatura necesita libros así.