Una antigüedad global
Los mundos clásicos
Michael Scott
Trad. Francisco García Lorenzana
Ariel
496 páginas | 24,90 euros
Autor de una fascinante aproximación al célebre santuario panhelénico de Apolo, Delfos. Historia del centro del mundo antiguo (Ariel), Michael Scott es un profesor británico que ha alternado la dedicación académica con la labor divulgativa en series o documentales. Su ambicioso nuevo trabajo trasciende el marco de la historia de Grecia o de la Antigüedad grecorromana —de ahí el plural del título— para abarcar los episodios coetáneos de otras civilizaciones, fundamentalmente asiáticas, que de acuerdo con su tesis no habrían tenido evoluciones tan distintas ni del todo independientes, siendo la interrelación entre ellas —a partir de las conquistas de Alejandro, que ensancharon la tierra habitada también para los conquistados— mayor de lo que se ha creído.
Grecia y Roma, así pues, pero también la India y China —los otros dos grandes focos de la vasta panorámica propuesta por Scott— o en menor medida la ribera sur del Mediterráneo, el próximo y el medio Oriente o el Asia central, donde confluían los imperios y los pueblos nómadas —hasta Bactria llegó la penetración helenística— que ejercían sobre aquellos una presión constante. Frente a la imagen que presenta los respectivos y sucesivos dominios como compartimentos estancos, el historiador sugiere una porosidad ejemplificada en itinerarios concretos —por ejemplo el del griego Megástenes en el s. III a.C., que visitó la corte de Chandragupta en Pataliputra y relató el primero (entre los occidentales) sus impresiones directas de la India— o transvases culturales que fueron especialmente fecundos en el plano religioso, como demostraron el triunfo de una desviación del judaísmo en los inmensos territorios sometidos a la influencia romana o la extensión del credo budista en amplias zonas del Oriente.
Hubo otros mares, otras gentes, otras lenguas en el periodo que llamamos clásico, en exceso delimitado, dice Scott, por una atención parcial que no capta la complejidad del conjunto. Su relato, que lo es y muy bien contado, gira en torno a tres momentos que se corresponden con otros tantos asuntos: s. VI a.C., centrado en los cambios políticos; III y II a.C., en las guerras y fronteras, y IV d.C., en la expansión de las religiones más allá de sus ámbitos originarios. Al amante de la historia antigua le será familiar lo que tiene que ver con griegos y romanos o cartagineses, no así las páginas dedicadas a la filosofía política de Confucio, las dinastías Zhou, Qin o Han, la Maurya a la que pertenecía el anfitrión de Megástenes o la Gupta que favoreció la extensión del hinduismo.
Concebido a modo de visión alternativa o superadora del esquema eurocéntrico, pero también como propuesta de análisis de los remotos antecedentes de la globalización, Los mundos clásicos cumple sólo en parte con su objetivo, pues a pesar de los esfuerzos del autor no queda claro que las conexiones a las que se refiere —sobre todo comerciales, a través de las tempranas Rutas de la Seda— pasaran de anecdóticas y por otra parte los paralelismos, aunque sugerentes, no dejan de ser forzados. Nadie duda que la India o China, culturas milenarias con un alto grado de autoconciencia, alumbraron cosmovisiones propias ni que algo de estas llegó a Occidente, pero de hecho la segunda apenas salió de su aislamiento y las noticias que de ella se tenían en Europa seguían siendo fabulosas en tiempos de Marco Polo. Hubo sin duda intercambios de “ideas, conocimientos y creencias” que merece la pena rastrear con una mirada libre de prejuicios, pero hablar de una interacción global parece excesivo. El meritorio enfoque abarcador de Scott nos ilustra sobre mundos muy desconocidos y en ello radica su principal contribución, que necesitaría de más evidencias de las aquí aportadas para que pudiera hablarse de una conectividad casi inimaginable antes de la era moderna.