Una ética de la alegría
Vivir
Robert Louis Stevenson
Trad. Amelia Pérez de Villar
Páginas de Espuma
400 páginas | 25 euros
Con razón asociamos a Stevenson a los maravillosos relatos en los que supo trasladar como muy pocos narradores el puro placer de la aventura, pero sin olvidar sus poemas, muchos de ellos memorables, el escocés tiene además una importante y no menos seductora obra ensayística en la que dejó constancia de sus viajes, impresiones o devociones literarias, caracterizados a menudo por su valor moral, que no moralizante, y por una fe vitalista felizmente contagiosa. Reunida por Páginas de Espuma en tres volúmenes traducidos por Amelia Pérez de Villar, este que cierra la serie —después de Escribir y Viajar— reúne los “Ensayos personales y biográficos” en los que Stevenson, si nos atenemos a la división temática propuesta por los editores, abordó la vida, las personas y los recuerdos asociados a un itinerario demasiado breve, pero fecundo y luminoso —adjetivo que le cuadra como un guante— también en la prosa de ideas.
Ya Chesterton, que lo reivindicó antes que nadie, cuando su predecesor y maestro era considerado un mero autor de relatos juveniles, señaló la combinación de vigor y levedad que distingue a Stevenson, cuyas cualidades liberadoras —el júbilo, la gratitud, el humor, la eterna juventud de un “espíritu matinal” emancipado de las “ensoñaciones crepusculares”— eran igualmente valederas para escapar de las cárceles del puritanismo y del pesimismo, los dos males que oprimían a los espíritus del fin de siglo. Como su admirado Shelley, pero sin la grandilocuencia del romántico que también era, Stevenson poseía una mezcla de ingenuidad y nobleza que trasciende el ámbito de la literatura y permite celebrar los caracteres de ambos incluso más allá de sus logros estéticos.
El territorio de la infancia, la disposición para el matrimonio, la pasión amorosa, el gozo de la conversación o el modo de afrontar la última vuelta del camino. Hable de lo que hable, Stevenson lo hace con lucidez e inteligencia, conmovido cuando describe a sus parientes los ingenieros constructores de faros —en páginas espléndidas que explican en parte su inclinación a la aventura, por la que renunció al oficio familiar que sin embargo admiraba— o irónico cuando recrea sus días de estudiante. Tanto en sus ensayos morales o de costumbres como en las evocaciones o las semblanzas, el autor acompaña sus palabras de referencias históricas o literarias, pero nunca pierde el don para contar una buena historia ni esa característica ligereza que cifra buena parte de su encanto.
Es el suyo un moralismo risueño, alegre, compasivo, que no sermonea o mejor dicho lo hace —él mismo nos cuenta que heredó su gusto por el género de un abuelo que ejercía como “pastor de hombres”— en un tono de charla amigable, que busca y logra la complicidad del lector al que se dirige como tomándolo del hombro. Más eficaz que los remedios químicos o espirituales en los que buscan curación o consuelo los temperamentos sombríos, su discurso parece concebido para eliminar cualquier rastro de melancolía. El propio Stevenson, enfermo desde niño, la padeció por temporadas, pero siempre tuvo claro que no merecía la pena abandonarse a las lamentaciones estériles. En “La vejez y la mortalidad”, el último de los artículos recogido en el volumen, afirma el ensayista: “Creer en la inmortalidad es una cosa, pero lo fundamental es creer en la vida”. Antes, en la justamente célebre “Apología de los ociosos”, sostenía: “No hay ninguna obligación a la que demos menos importancia que la obligación de ser feliz”. Es muy probable que Borges, otro devoto de Stevenson, recordara la frase cuando afirmó que no siéndolo había cometido el peor de los pecados.