Una ética del placer
Los últimos libertinos
Benedetta Craveri
Trad. Mercedes Corral
Siruela
464 páginas | 27,90 euros
Obra de la gran estudiosa italiana del XVIII francés, Benedetta Craveri, de la que recordamos con gratitud su excelente biografía de Madame du Deffand o el monumental ensayo que dedicó a La cultura de la conversación, ambos, como el resto de sus libros traducidos, disponibles en Siruela, Los últimos libertinos es del mismo modo que los anteriores un trabajo nacido de la devoción, pero igualmente basado en una familiaridad profunda con la época que la autora, aunando el conocimiento y un sentido de la levedad indisociable de sus usos, ha sabido recrear en páginas admirables. En castellano libertino —no digamos libertinaje, que remite al entrañable discurso de los predicadores de antaño— equivale tan sólo a licencioso, quizá porque el tipo humano que designaba en la refinada sociedad dieciochesca, cuya voluntad transgresora se extendía de los trabajos de amor al ejercicio del libre pensamiento, apenas existió entre nosotros. Por el contrario Francia, como es sabido, fue el centro desde el que esta forma de entender el arte de la seducción, que combinaba la dedicación intelectual y las habilidades mundanas, exportó al mundo conceptos como la douceur de vivre, el cultivo del esprit y el despliegue de las bienséances, término este último que según precisa la traductora, Mercedes Corral, no se reducía al terreno de los “buenos modales”.
Los siete protagonistas del libro, el duque de Lauzun, el conde y el vizconde de Ségur, el duque de Brissac, el conde de Narbonne, el conde de Vaudreuil y el caballero de Boufflers, vivieron su acmé en la segunda mitad del siglo y tuvieron en común, explica Craveri, no sólo su famosa liberalidad en el terreno del erotismo y las relaciones galantes, sino también una cierta receptividad a las ideas ilustradas y la conciencia de vivir una crisis que tal vez —de ahí que muchos de ellos vieran con buenos ojos la convocatoria de los Estados Generales, pensando en su potencial revulsivo— podría renovar el viejo orden absolutista en una dirección meritocrática. Miembros privilegiados de la élite, no fueron ajenos al cambio de mentalidad ocurrido en los estertores del Antiguo Régimen a cuyo núcleo dirigente pertenecían por posición y linaje, pero del que hasta cierto punto se distanciaron —más bien aspiraron a sustituirlo— en la medida en que admiraban a la “nobleza liberal” de Inglaterra donde los aristócratas no tenían las manos atadas, por ejemplo a la hora de hacer negocios, ni dependían en exclusiva de los favores arbitrarios para dedicarse a la política.
Las décadas previas a la Revolución, de las que luego escribieron con nostalgia, fueron el verdadero canto de cisne de una clase cuyos miembros más dotados e inquietos alternaron cualidades como el ingenio, la elegancia o el valor en la milicia con la atención a las peculiaridades de otros sistemas —incluida la reciente experiencia de los Estados Unidos— o la filosofía de las Luces. Frente al inmovilismo de la herencia feudal, defendían una especie de aggiornamento que obviamente se quedó corto cuando el hundimiento de la monarquía dio paso, con matices, a una era radicalmente nueva. Haciendo uso de su probada capacidad narrativa, Craveri refiere los pormenores —públicos o privados, dado que apenas había separación entre ambas esferas— de unas vidas absolutamente novelescas, en muchos aspectos paralelas o entrelazadas y unidas a las de otras personalidades que acabaron sus días en el exilio, el campo de batalla o la guillotina, aunque algunos llegarían a formar parte de las estructuras del Imperio. Con indisimulada simpatía hacia sus protagonistas, alejados del tópico decadente, la autora celebra su enérgico individualismo, su permisividad y una ética del placer que entendía su satisfacción como un deber social, aplicable a hombres y mujeres y opuesta al puritanismo de la ascendente burguesía, que impondría un patrón moralista contra el que reaccionaron, ya en el XIX, los partidarios de la libertad de costumbres.