Una gramática alucinada
En la cuerda floja de lo eterno
Carla Carmona
Acantilado
152 páginas | 16 euros
Lejos de esquemas escolares, Carmona alterna desde el principio y de modo no lineal los datos relevantes de la vida de Schiele —la temprana pérdida del padre, la relación con sus modelos y mujeres o la breve estancia en la cárcel—, el proceso de creación de sus obras —desde la inicial identificación con su maestro Klimt hasta el descubrimiento de un estilo propio— y una minuciosa lectura de su programa artístico, explicado a partir de las obras mismas. Usando de una erudición no decorativa, la autora plantea un ejercicio de crítica total que remite a la filosofía (Wittgenstein, Weininger), la estética (Loos), la literatura (Rilke, Hofmannsthal, Musil, Trakl), el publicismo (Kraus) o la música (Schönberg) de los contemporáneos de Schiele, marcados por el convulso pero fecundo ambiente intelectual previo al advenimiento del finis Austriae. Una sensación generalizada de colapso, la desconfianza en las posibilidades del lenguaje, el estupor de una humanidad alienada, la conciencia omnipresente de la muerte, el gusto por las representaciones fragmentarias, la búsqueda obsesiva de la precisión, todos estos elementos impregnan el aire de la época y ponen en relación el empeño de Schiele con los más cualificados representantes del modernismo crítico.
En lo que se refiere al ámbito estricto del arte y frente a la tendencia a lo ornamental de Klimt, un Schiele ya emancipado de su influjo optó por una desnudez esencial —los detalles en las obras de este último, señala Carmona, son siempre constructivos, estructurales— que destacaba por su sobriedad frente al abigarramiento característico del padre de la Secesión. “Niño eterno”, como se llamó a sí mismo, Schiele sostuvo una visión sacralizada del arte que lo llevaba a venerar por igual lo vivo y lo muerto, la naturaleza, los objetos, los seres todos. No obstante su querencia por la distorsión y un cierto feísmo —raramente pornográfico, pese a la fama—, las formas tensas, entumecidas y excéntricas de Schiele, tanto sus figuras descoyuntadas en el vacío como las vistas de “ciudades muertas” o los paisajes “del alma”, se adecuan a una gramática —bien que “alucinada”— por contraposición al “caos informe” de Kokoschka.
Más allá del tiempo de Schiele, la autora vuelve la vista atrás para glosar su fascinación por el arte egipcio —en particular los retratos funerarios de El Fayum, ya influidos por la tradición grecorromana— o su gusto gótico por la verticalidad medievalizante, pero también relaciona al pintor con artistas posteriores como Rothko, Bacon, Mondrian o Malévich. Lección de filosofía e impecable ejercicio crítico, el ensayo de Carla Carmona supone una verdadera contribución a los estudios sobre Schiele y perdurará como hermosa aproximación al humus intelectual de la gran cultura vienesa.