Una irónica apasionada
Horas en una biblioteca
Virginia Woolf
Trad. Miguel Martínez-Lage
Seix Barral
368 páginas | 19,90 euros
Esta pertinente recopilación de textos de Virginia Woolf sobre semblanzas de escritores, literatura y arte parten del volumen Books and Portraits, publicado en la editorial Howarth Press, que ella fundó junto a su marido Leonard Woolf a principios del siglo XX, con algunas otras piezas añadidas. Miguel Martínez-Lage, traductor y en este volumen directamente en tareas de editor, señala acertadamente que en los retratos que Woolf hace de diversos escritores podemos leer también un autorretrato de sí misma.
Woolf fue una mujer con carácter, pero también con gran fragilidad emocional, en esa montaña rusa que fue su vida interior. Descubrimos en estos textos que la ironía y el sarcasmo no los utiliza tanto como arma de ataque como una manera de encontrar asideros a la incertidumbre. Cuando dice de Henry David Thoreau, el escritor que dejó el mundanal ruido para escuchar el pálpito de la vida en el aislamiento de la naturaleza, que esos pensamientos suyos “los escribe como cuando los indios doblan un par de ramas para marcar el sendero en el bosque”, también nos está hablando de sí misma. En un capítulo sobre “el arte de la ficción” lanza unas palabras que son de E.M. Forster, pero parece que ella las cincela en piedra: “la belleza es algo a lo que el novelista nunca debería aspirar, pero fracasa cuando no la logra”.Es la tensión entre su rígida moral victoriana —pese a cierto relajo en el grupo de Bloomsbury— y las pulsiones interiores de la mujer fogosa que escribió Orlando. Nos dice que conviene “aclarar la antigua confusión que se establece entre el hombre que ama la erudición y el hombre que ama la lectura”. El amor por la lectura implica un ingrediente crucial que es la pasión.
En su prolífica faceta de articulista, vemos una defensa de los animales de una asombrosa modernidad. Saca la artillería para criticar la “impertinencia, amén de no poca mentecatez en el modo en que compramos animales por cantidades exorbitantes y luego decimos que son nuestros”. Cuando deja de lado la acidez, encontramos de nuevo a la Woolf frágil, que mira a su propia vida de escritora y susurra “la vida se echa a perder bajo la luz de una lámpara de pantalla verde, el premio de meses de trabajo es tan solo un párrafo aislado”.
Al hablar sobre Joseph Conrad, que tras de una vida de marino quedó varado en tierra con la llegada del vapor añorando en sus libros la época heroica de la navegación a vela, dice que “si un romántico insiste en seguir con vida, ha de afrontar su desilusión inevitable”. Tal vez ahí esté la clave de lo que sucedería años después esa mañana de 1941 en que salió de casa, se llenó de piedras los bolsillos del abrigo y se lanzó a las aguas del río Ouse para no volver jamás. Como puede seguirse en estas páginas que iluminan a Virginia Woolf mejor que cualquier biografía, la literatura es uno de los pocos amores que nunca la defraudó.