Adolescentes sin tiempo
Las inglesas
Gonzalo Calcedo
Menoscuarto
192 páginas | 16,90 euros
La adolescencia, convertida en un rito de paso más melodramático que turbulento, más íntimo que público, es el asunto común de los nueve relatos que integran la nueva entrega de Gonzalo Calcedo (Palencia, 1961), un reconocido y recalcitrante escritor de cuentos que figura con justicia en las principales antologías dedicadas a la narrativa breve actual. Los adolescentes convocados en los relatos de Las inglesas habitan en una época suspendida en el tiempo, sin referentes simbólicos ni datos que permitan ubicarlos en un tiempo concreto ni en una geografía determinada. Son muchachos extraídos de pasajes sentimentales y marítimos, recuperados de un tiempo indefinido, muchos de ellos con nombres extranjeros que impiden su emplazamiento, que habitan un presente ajeno a las convulsiones externas, concentrados en resolver su pulso entre la juventud y la madurez. Son adolescentes extraños a los de hoy, sin intereses materiales ni predilecciones que permitan al lector confrontar con ellos un pasado común. Sus historias (mínimas) trascienden la particularidad del personaje, nos tocan, nos obligan a confrontar su aventura con la nuestra, establecen una conexión íntima entre su desgarro juvenil y el nuestro pero Calcedo no recurre nunca a la referencia directa ni a los mitos generacionales. Compartimos su música (o su silencio) sin necesidad de escuchar sus discos favoritos.
Los protagonistas femeninos, tanto o más numerosos que los masculinos, están mejor utilizados, mejor compuestos y son más eficaces para transmitir los sutiles matices de las historias. Los relatos más conseguidos están protagonizados por chicas, como “Té verde”, las aventuras de cuatro amigas en un albergue de montaña durante una Navidad extraviada “en otra época” que las emparenta con los personajes (duros y melancólicos) de la narraciones de Alice Munro o Margaret Atwood; o el que da título al libro, “Las inglesas”, que gira sobre un grupo de enigmáticas y despreocupadas veraneantes extranjeras que cada estación se transforman en neblinosos patrones de conducta para las chicas del pueblo.
“Lo que tuvimos” es otro de los mejores relatos del libro, la conversión de una familia acomodada de la clase media en un grupo de supervivientes al borde de la menesterosidad. La transformación de la familia de pudiente a desamparada se parece a una metamorfosis imprevista, a un lento pero persistente cambio de los signos sociales, a un envejecimiento progresivo de las personas y los materiales de que está construido el bienestar: “La ruina de nuestros padres comenzó como una sombra que se alarga. Era verano y entonces, estúpidamente, nos sentimos cobijadas. Qué otra bondad si no tienen las sombras”.
Una de las pocas invocaciones a elementos de un pasado concreto es el cuento “Saab 900”, los desajustes personales del dueño de un viejo modelo deportivo que acude al taller mecánico, donde trabaja el protagonista, con una extraña fidelidad a las averías.
Los relatos no guardan lo que pudiéramos llamar la unidad de tiempo sino que tienden a encontrar su sentido en el presente narrativo o en el futuro. Calcedo rompe a veces el tiempo del relato con una contundencia extraordinaria, tanta que desconcierta al lector. El viaje del pasado al presente, o del pasado al futuro, se resuelve en una frase, y sacrifica abruptamente el clima de la historia para alcanzar el desenlace. Esa desorientación momentánea es parte de su estilo, una forma casi pugilística de vencer la perplejidad de la juventud a cambio de restablecer una madurez incierta y temblorosa.