Caparazones rotos
Sylvia
Celso Castro
Destino
128 páginas | 18 euros
Sylvia está escrita desde la cornisa donde observan el mundo los desesperados. Los que saben qué se siente al suplicar de rodillas que no te abandonen. Los que dejaron la dignidad hecha astillas y afinan en la soledad los sonidos de una ausencia abrasadora. Los que besan fotografías donde se embosca la nostalgia y huelen prendas que duelen. Sylvia es, como no podía ser de otra forma tratándose de Celso Castro, una novela de pasión mayúscula mostrada con minúsculas. Es su estilo: ya inconfundible. Un narrador poseído por los demonios del infierno tan temido (tan amado) que alberga en su cabeza una bomba de relojería. Tic tac. Recuerdos malheridos, semblanzas fúnebres del ayer que hostigan el presente. En consecuencia: un ser vulnerable, tenaz y apasionado. Una cicatriz andante, un explorador doliente de sentimientos que no admiten prisioneros. ¿Recordamos el Werther de Goethe? Su descarriada y cuerda historia de amor loco tiene en “Sylvia una prolongación actualizada del abismo amoroso. El narrador es poeta”. Su amada también. Ambos tienen el alma a la deriva: Sylvia no puede corresponder a su devoto admirador porque ama a otro. Que no la ama a ella. La noria de los corazones rotos. Sylvia sabe cómo manejar la situación, domina el arte de la manipulación y el adiestramiento cuando le interesa. El poeta viene y va según le conviene al oscuro objeto de sus deseos. Oscuro por inalcanzable y oscuro por dañino. Es una forma como otra cualquiera de curar las heridas propias provocando las ajenas. Un eco de amarguras compartidas, viejo como el mundo. El amor es clavo hundido en las entrañas.
Sylvia parece corta si solo te fijas en el número de páginas. Engaña. Engaña el personaje y engaña la novela. La prosa o la poesía, a veces cuesta decidir cuál es el territorio donde nos encontramos (poelista se llamaría él, cruce de poeta y novelista), culebrean ante los ojos cargadas de matices extraños y familiares emociones que obligan al lector a un ejercicio de concentración máxima. Porque tal vez esa frase que parece intrascendente esconda una resonancia decisiva, o ese punto le lleve a un aparte emocional que da sentido a la página.
Cuidado: nuestro desdichado protagonista no tiene un pelo de tonto. Puede dejarse atontar (y envilecer hasta la violencia) por los ardides de Sylvia pero en los demás menesteres de la vida muestra una extraordinaria capacidad para protegerse. Ni siquiera le atrae la idea de terminar con sus cuitas a la manera tajante de Werther porque “incluso para suicidarte debes tener buen ánimo”. Y es que tanto amor en vano, con su toque profano de vanidad humillada en el fondo, deja exhausto a cualquiera. Le rompe el caparazón. Castro escribe atrincherado en el yo lanzando constantes arengas a quienes entran en sus páginas. Escribir sobre un hombre enamorado de una mujer que ama a otro que no la ama a ella solo tiene sentido si se propone una mirada distinta. Sus monólogos (en realidad uno solo astillado) prolongan el aliento romántico (en el mejor sentido, sin corrupciones comerciales) de libros anteriores, nutriéndose de obsesiones y vacíos pertinaces. Madres decisivas, padres desvanecidos. Equilibrios en el filo de la navaja, inmadurez necesitada de pieles maduras, inocencia amenazada de muerte, cargas profundas de Edipo, la literatura como clavo ardiendo y también, cómo no, zurriagazos de humor inesperado que aligeran la tensión. Y así, “el más amable y profundo de los idiotas” pasa a ser nuestro confidente, sus confesiones nos atañen y sus lágrimas invocan nuestra complicidad desde la cornisa de las ficciones convertida en un abismo. Que nos mira.