Corte frente a aldea
La tierra desnuda
Rafael Navarro de Castro
Alfaguara
528 páginas | 18,90 euros
Parece haber llegado la hora de poner fin al monopolio de la metrópolis en las artes narrativas, cine y novela. Hace tiempo que lo urbano se enfrenta a la recuperación de la naturaleza. Sería largo explicar este cambio, y habré de contentarme con señalarlo. Como fuere, asistimos a un fenómeno editorial fuera y dentro de España que promociona la nature writing, confuso cajón de sastre de obras reivindicativas, elegíacas, de aventuras, literarias y hasta micológicas. Por otra parte, el profesor granadino Pablo Valdivia ha subrayado la importancia de los relatos rurales dentro de la narrativa de la crisis. En fin, los peculiares mundos de Jesús Carrasco y Ginés Sánchez o los escritos viajeros de Sergio del Molino confirman la atención que recientemente ha merecido la España marginada entre nosotros.
Este contexto podría explicar la extraña novela de Rafael Navarro La tierra desnuda. Extraña no por su ideación anecdótica global, un minucioso recorrido por la Andalucía rural a lo largo de la última centuria; tampoco por su construcción, la historia de Blas, alias el Garduña, un indigente analfabeto del campo más pobre granadino, recreada de la cuna a la fosa, desde la anteguerra hasta hoy mismo. Extraña, sí, en cambio por su manifiesta inserción en una inactual modalidad literaria, la novela de tesis. Este objetivo se cumple por medio de una curiosa manipulación del narrador omnisciente, quien, aparte de ejercer el control férreo de todos los sucesos, actúa como un reportero del siglo XXI. En la permanente glosa de los sucesos expone con desparpajo, con rabia o con ironía, su sentido.
En las apostillas del comentarista se solapan dos propósitos generales. Uno, la denuncia cerrada de la injusticia social sufrida por los campesinos sin tierra. La acumulación de atropellos recuerda el primitivismo de los viejos dramas rurales narrativos o del teatro. Otro, una proclama a favor de la naturaleza y de su relación con los seres humanos que entraña un alegato contra la civilización y el progreso. En la voz del narrador se percibe la de un activista social, que bien podría ser el propio autor, un escritor de denuncia que hace una de nuestras novelas recientes más políticas. El signo progresista de su mensaje no deja de resultar un tanto paradójico por el conservadurismo que entraña postular una arcadia agraria y pastoril, como le pasaba en su primera época a Delibes.
Rafael Navarro siente la necesidad de cargarse de razones para sostener su mensaje. Por ello utiliza un procedimiento acumulativo. La lucha de clases en la anteguerra, la vesania de los vencedores en el 36, la guardia civil brutal, los curas tridentinos, los terratenientes desalmados, los jornaleros hambrientos y múltiples miserias y violencias… y así hasta llegar al presente con la especulación inmobiliaria, el paro, el cambio climático o los nietos desertores del terruño que sustituyen olivos, viñedos y cerezos por plantaciones de marihuana. Un ciclo sociohistórico completo con una voluntad notarial apoyada lingüísticamente por el habla popular (dao, ven pacá, mu, na, cundío, pal, amargá…).
Tanta insistencia en el menosprecio de corte y alabanza de aldea, y en las bondades idealizadas del campo, da como resultado un relato reiterativo y cansino. Habría ganado con un criterio selectivo que embridara la desmesura totalizadora del autor. Pero merece la pena leerlo por tratar con coraje y franqueza una cuestión urgente y palpitante que a nadie deja indiferente. Veo a Rafael Navarro un tanto catastrofista, aunque temo que sea, por desgracia, de los agoreros cargados de razón.