Coubert de los últimos días
La fuente clara: Los últimos días de Courbet
David Bosc
Trad. Nere Basabe
Demipage
160 páginas | 18 euros
Podríamos adivinar a qué olía Courbet en sus últimos días. El hombre que bebe hasta doce litros diarios de vino blanco, que muere de cirrosis, que recuerda su participación en la heroica pesadilla de la Comuna y ante el que van apareciendo los cuadros donde está pintada su biografía: corzos muertos, entierros de pueblo y el sexo abierto, fiero y tierno de una mujer. El origen del mundo, lo que nadie se había atrevido a pintar.
El escritor David Bosc se adentra en el final de la vida del pintor Courbet, uno de los artistas más inclasificables y con el que el siglo XIX se vuelve salvaje, descreído, sarcástico, provocador y destructor. La fuente clara: Los últimos días de Courbet (Demipage) es un libro fronterizo que a ratos es novela y a veces una biografía novelada. Siempre a punto de la rebeldía como el personaje protagonista.
David Bosc (Carcasonne, 1973) elige el epílogo de un Courbet que ya es solo reflejo pálido del hombre voraz, del artista rebelde, del revolucionario. Un Courbet que vive en el exilio en un pueblo a orillas del lago Leman en Suiza pintando el castillo de Chillon. Ese paisaje de tradición cultural que también visitaron Percy y Mary Shelley, junto a Polidori y Lord Byron en el año sin verano de 1816, en el que para no aburrirse en las noches de tormentas ciegas jugaron a crear un relato de terror y lo que salió fue Frankenstein.
En ese mismo lugar de pesadilla escondida bajo un paisaje paradisíaco, un Courbet desterrado asiste a su propia destrucción. Y recuerda, sobre todo recuerda… Los sucesos revolucionarios de la Comuna ya no son más que una memoria viscosa de la que él no quiere hablar. “La Comuna estaba en su corazón como un amor difunto”, se cuenta. Courbet había sido condenado a pagar la reconstrucción de la Columna Vendôme, derribada por los comuneros en un simbólico ejercicio de iconoclastia. Y en esos días suizos sonaba aún en su memoria el himno Le Temps des Cerises, los tres meses en los que París ensayó otra revolución que quería cambiar el mundo. Era mayo, la época de las cerezas, cuando los rebeldes fueron aniquilados atrozmente en las últimas barricadas en el Cementerio de Père-Lachaise ante el mítico Muro de los Federados.
El Courbet recreado por David Bosc es un hombre que rememora y que vive sus últimos días siguiendo una rutina de hombre feliz y simple. Nada que ver con el hombre que pintaba el placer de las mujeres —“acuarelado por vaginas rosas”— y que luchaba en las barricadas. Ya es otro el que en la cárcel de Sainte-Pélagie, durante el juicio a los comuneros, pinta naturalezas muertas y marinas.
Sin duda, uno de los grandes aciertos de Bosc es haber escogido a este Courbet crepuscular, tan lejano de la idea que tenemos del artista lleno de fiereza, provocación e insolencia que se refleja en sus cuadros. Un Courbet cuyo pelo tan negrísimo parece ahora impregnado por una paletada de ceniza, hinchado por el vino —cuando el médico le punce el vientre saldrán varios litros de líquido acumulados por la ascitis— y que se pierde en el recuerdo de cómo durante su vida buscó una pintura olorosa y sonora. Una pintura en la que se descubriera a qué huele una piedra que se enfría. Y donde un ciervo agonizante —una casi carroña— podía ser el retrato más pavoroso porque nos descubre el aliento amarillo del animal muerto en cuya boca maceran las últimas hojas y las cortezas de un bosque. Una naturaleza muerta con cuernos como candelabros fúnebres alumbrando aquel entierro en Ornans o el placer de las mujeres dormidas.