Un cuaderno, un reloj y la pluma de mi padre
Una casa en Bleturge
Isabel Bono
Premio Café Gijón 2016
Siruela
212 páginas | 16,95 euros
De las primeras cosas que recuerdo de Isabel Bono (Málaga, 1964) fue la existencia de un lugar imaginario —entonces digitalmente real— llamado Bleturge. En concreto, su potadero. Un amigo de la Bono —Purranki Sandongui era su alias— era el padre fundador y lehendakari de aquel sitio insólito. El imaginario de Isabel estaba lleno de lugares insólitos y surreales, de infancias preservadas, cachivaches de quiosco y colecciones de memoria. Recuerdo a Isabel como una mezcla de Mary Poppins y Scherezade, capaz de sacar de su bolso y su magín palabras, versos, sueños e historias ausentes de impostura que guardaban el doble milagro de la frescura y la melancolía. Ya era poeta hecha y derecha e iba subiendo a pasito quedo, de manera casi invisible, una cuesta por donde solo ella caminaba. De cuando en cuando amagaba con escribir novela. Sus poemas se fueron convirtiendo en microhistorias, con una narrativa sometida a la lógica de la emoción. Su lírica no era cursi. Ni su prosa saca hoy pecho con esteroides estilísticos. Era y es una fotógrafa de lo desapercibido, con fino oído y mirada de horizonte y microscopio. Nunca se puso épica para hablar de dolor o alegría. Su escritura guarda una profundidad dulce y doméstica. Como queriendo pasar inadvertida pero dejando siempre huella. Cuando se anunció que había ganado el Café Gijón de Novela, pensé: “es de justicia”.
Hace una hora he cerrado su primera novela y he dejado a la protagonista en una estación con una maleta con poca ropa, un cuaderno, un reloj de bolsillo y una estilográfica regalo de su padre. La trama es la situación de los personajes: pinta a un matrimonio de cincuenta años, que perdió a un varón hace mucho y donde el padre culpa sordamente a la hija, recién regresada al hogar paterno tras romper con su novio, de la muerte del hermano. El padre de la protagonista gasta las últimas horas en la cama de un hospital. La madre tiene una hermana y sabe que su marido la engaña. Pero calla. Nadie tiene nombre propio. No hay ciudades concretas, salvo ese Bleturge, que no se sabe si es real o ficticio, que representa el sueño de liberación de la protagonista, una mujer madura que viste a veces pamela roja, shorts y una esclava en el tobillo. Una mujer que lee, bebe a solas, y que quería ser otra de la que acabó siendo cuando de joven tomó café con una estudiante de arte que le recordó mucho a sí misma. Una mujer a la que no le gustan el jazz y las palomas y sí los pendientes de jade.
Lo más asombroso de Una casa en Bleturge sucede en el territorio de la literatura. Una escritura tan despojada de referencias y muletas que exige complicidad lectora, pero es tan precisa y fluida en su sintaxis, en el tamaño de sus secuencias, que a pesar de no usar guiones ni comillas logra el milagro de ver en sus personajes sin nombre todas las soledades de cualquiera de nosotros. Todo sucede en la cabeza y en la voz de los actores. El narrador es los ojos y la mirada de cada uno, sus acciones minúsculas, manías y rencores. Cada secuencia —que no capítulo— ilumina una vida callada, humaniza silencios y diálogos ante el paso de un tiempo que no parece avanzar. Vivos, muertos, pasajeros de tren o ascensor, amantes o cajeras de supermercado, que acaban teniendo nuestro propio rostro. Y eso es algo que solo pueden hacer los grandes poetas. Los grandes escritores. Música callada y soledad sonora. Una mujer que se escucha, se escribe y se hace libre. Esa casa en Bleturge. Y una mujer y una escritora cierran el círculo unísono de la habitación propia. Y tú, lector, con ellas.