El aliento de Medea
La piel intrusa
Yanina Rosenberg
Páginas de Espuma
152 páginas | 15 euros
El empezar a leer estos relatos con los que la argentina Yanina Rosenberg mereció el segundo premio del Concurso Fundación El Libro, tengo la impresión de que comienzo a hartarme de esas narraciones que, partiendo de las claves del género fantástico, escarban en las endemias de nuestra vida afectiva. Es decir, el arranque de mi proceso lector, basado en una serie de lecturas previas que casi podríamos entender como tendencia o moda de la narrativa contemporánea escrita principalmente por mujeres, es prejuicioso en el peor sentido de la palabra. Poco a poco, me voy retractando de mi posicionamiento: Rosenberg consigue desasosegarme y sacarme de mis casillas, esta vez, en el mejor sentido de la palabra. Sus cuentos generan una atmósfera en la que reconocemos algunos de los traumas psicosociales a los que aún permanece ligada la feminidad: aura de turbiedad materna, corrompido espíritu de protección y amor, desengaño, desilusión, mundo de carne. La falsa generosidad y el peligro de la piedad. Las buenas conciencias destructivas que se conjugan con el deseo tabú de querer perder, de querer matar, a una hija o un hijo. El significado de la palabra proteger y proteger para asfixiar como las anacondas. El rastro de Saturno que devora a sus hijos y el aliento de Medea. La posibilidad, acaso no tan desnaturalizada, de que no reconozcamos a la carne de nuestra carne o le exijamos un amor, no incondicional, sino absolutamente condicionado… Me interesa mucho cómo la autora revisa esa coartada biológica que condena a las mujeres a estarse quietas y a ubicar el territorio de sus satisfacciones o insatisfacciones en la maternidad. En el amor. Me interesa mucho que Yanina Rosenberg sea farmacéutica, además de licenciada en letras, y algunos medicamentos marquen la trayectoria y la sensibilidad de personajes femeninos colocados sobre un lecho de arena movediza, en un lugar donde infligirse daño a sí mismas o a los demás.
Rosenberg escribe pesadillas que, igual que ciertas muestras del surrealismo, no pueden descifrarse con una seguridad absoluta. Ni Freud sería tan prepotente —¿o sí?—. Sin embargo, en cada cuento-caja-espacio de los malos sueños identificamos retazos de nuestra angustia y de nuestros horrores: seres humanos con el sexo liso, niñas metidas dentro de una bañera vacía, bebes descuartizados por la avidez de sus padres, mariposas en el papel pintado de las paredes, muñequitas de plástico, una madre que reconoce a su hija en todas las mujeres, una nena que no quiere comer y se pierde en un vagón de metro, descendientes que se duplican o que no existen o que pueden ser asesinados de un momento a otro, criaturas que parecen desear ser ahijadas y que repentinamente dejan de prestarte atención, miradas párvulas de un odio mordiente, cuerpos ajenos habitados por cuerpos intrusos e identidades múltiples que se solapan en una. Formas de la cópula que no son precisamente eróticas ni mucho menos tiernas. Entre esas pesadillas, destaco las que más me han tocado: “Mariposas en la pared”, “Pajaritos de neón”, “Evelina”, “Los afueras”. Yanina Rosenberg pinta escenarios sobre los que deambulan personajes cuyos movimientos no sé descifrar con mis conocimientos filológicos. Percibo la violencia, el enajenamiento y la imposibilidad de escarpar. También temo que, aunque yo ni siquiera soy madre, hablen de mí. Sé que hablan de algo que no sé y a la vez sé perfectamente, algo que he sentido y he querido borrar. A partir de ahora esas formas, borrosas y mórbidas, cristalizan en la palabra de Rosenberg y ya nunca las voy a poder olvidar.