El aliento del deseo
Clases de baile para mayores
Bohumil Hrabal
Trad. Jitka Mlejnková y Alberto Ortiz
Nórdica
120 páginas | 15 euros
La poeta Adrienne Rich dice que las mujeres necesitamos el lenguaje del opresor. Al leer este texto esta circunstancia se hace evidente: pese a un tono que coloca a la mujer en una posición de sensualidad provocadora o en la tesitura opuesta de “ser más fea que una pintora académica”, las lectoras gourmet nos retiramos las gafas ahumadas, equilibramos el necesario sectarismo con la mirada letraherida, y gozamos sadomasoquistamente con esta versión de Susana y los viejos. La belleza de un desnudo femenino actúa como aquavit para un anciano, vampiro jocoso, aferrado a la materia. Su único recurso es el relato, pócima de seducción de una Susana metamorfoseada en oreja que encierra a otras mujeres-oreja, orejas matrioskas, antiguas destinatarias de la narración de este pícaro a quien no le importa presentarse como objeto sexual: el relato, placer e hipnosis, es el veneno que paraliza a la presa antes de ser deglutida. Los lectores caemos en la trampa y reímos con la jocosidad, ebriedad, vitalismo, con las probables mistificaciones —licencias poéticas— del anecdotario de este trasunto del tío Pepín de Hrabal. Las palabras funcionan como sexo sublimado, pero en su emulación son tan gozosas como un orgasmo de estrellitas, lengua larga y ojos invertidos.
El humor del tío Pepín es escatológico; huele a orines y a cerveza; se tiñe de negro en la obsesión de los varones del Imperio Austrohúngaro por colgarse de los árboles o en el oficio de una tabernera que prepara filetes empanados rebanando las nalgas de su hija. El humor responde a lo grotesco y lo grosero, y Hrabal es tan hábil que consigue trocar la grosería en refinamiento a la vez que pone en marcha fórmulas de la literatura humorística: deformación hiperbólica, crueldad, repetición. Hemos mencionado a los ahorcados, pero también resultan hilarantes las referencias a El libro de los sueños de Anna Nováková. En esta confesión del alma y relato metafísico de la naturaleza del amor y del tiempo sobresale, junto al humor, la sensualidad de un discurso impregnado de aromas y desmitificadores apuntes sobre estética: “¡Dios, qué tempestad, qué locura de naturaleza, si algo así se le mete a un hombre por la bragueta, se vuelve escritor!”, o “la gente anda muy equivocada en lo que de escribir poesía, que creen que es como ir a por agua al pozo, o que el poeta levanta el rostro hacia el cielo y el poder divino le mea los versos directamente a la cabeza…”
Los recuerdos del narrador se sitúan en un pasado brutal que es a la vez un paraíso perdido: la juventud suaviza el despotismo y los rigores bélicos como si para Hrabal, en esta borrachera literaria que se sucede sin puntos y aparte, verborrágica y líricamente, lo malo no fueran los sistemas políticos sino la pérdida de la juventud. Por eso Carroll fotografía a Alicia Liddell y Humbert mira a Lolita con ojos de mono y Pepín pretende seducir a una mujer con la narración oral de recuerdos que se mueven como peces recién sacados del agua. La velocidad de la prosa, su remolino, tal vez sea la expresión de que llega el fin. Hay un poso de reaccionarismo en ese aferrarse a una vida que se entiende como juventud, pero incluso en esos momentos el narrador es cómicamente audaz: “para el pan, la cerveza y la mantequilla, el progreso es una auténtica peste”. Un viejo se aferra a la felicidad y trasmuta el pasado en elegía grotesca porque se tiene que morir y no cree en Dios, sino en las diosas paganas. Al final de Clases de baile para mayores un narrador en tercera se distancia y nos permite ver al incontinente locuaz como un hombre que contempla con ojos emocionados el aseo de una bella joven.