El arte de sugerir
Técnicas de iluminación
Eloy Tizón
Páginas de Espuma
166 páginas | 16 euros
Pensar, lo que se dice pensar, solo puede uno pensar a saltos, de refilón, distraídamente, al acaso”, pone Eloy Tizón en boca del desconcertado protagonista de “Manchas solares”. Cambiando pensar por narrar, podemos aplicar la idea al propio Tizón, también él otro desconcertado observador del poco comprensible mundo. Eso me parece que hace este singular narrador madrileño: aborda la compleja realidad como quien la observa distraído, o repara en ella por el simple azar de haber conocido un hecho, sin abarcarla del todo, nada más mostrando aislado el suceso. De ahí brota Técnicas de iluminación, conjunto de relatos breves a los que les va mejor un nombre vago, piezas narrativas, que el más preciso de cuentos por la dificultad para encajarlos en el presunto canon.
La decena de estos textos reunidos tiende a la captación del instante o a la interrogación acerca de un secreto, por lo común de orden moral, con un enfoque impresionista que se sigue con suficiente flexibilidad como para que no resulte un comodín. Algunas piezas, no las mejores, para mi gusto, se entregan a la abstracción y al alegorismo, con cierta pérdida de densidad emocional (“Fotosíntesis” o “Volver a Oz”). Otras se desarrollan como instantáneas que iluminan por parcelas el conflicto que desasosiega al narrador (“Merecía ser domingo”). Algunas tienen un punto de narratividad tradicional y en buena medida cuentan un suceso (“Ciudad dormitorio”, “El cielo en casa”, “Manchas solares”). Estas, sin embargo, nunca buscan el final redondo y sorprendente que se tiene por marca del buen cuento y hasta puede que no esclarezcan el motivo en torno al que gira la anécdota (nos quedamos sin saber el contenido de la caja donde algo palpita que el jefe le manda ocultar a la empleada) o que el sentido se fije en un símbolo un tanto críptico (el huevo blanco que una mujer pone en la mesa de un hombre a quien echan —¿o se marcha él?— de una fiesta en “La calidad del aire”).
Esta riqueza de alusiones, sugeridora y no especificativa, conforma un denso mundo moral que centra la atención primordial del autor. A este propósito responde el predominio de narradores-protagonistas en primera persona. Y también la frecuencia con que el viaje, corto o largo, sin causa ni objetivos concretos y prácticos (salvo los motivos laborales del desplazamiento del extrarradio a la ciudad en un caso o la asistencia a una boda en otro), aparece como imagen de la condición itinerante y desnortada de los seres de nuestra especie. En ese mundo moral se trata de la felicidad, de la soledad, del amor y el desamor, de la “fosa séptica de los sentimientos”, del egoísmo y la explotación del otro (por excepción con un tono casi testimonial y social en la historia de la mujer ingresada en un centro médico para curar el desequilibrio mental causado por otra tiránica mujer) o de la muerte.
La realidad espiritual resultante es sombría. Los personajes son derrotados, parias, pierden o renuncian a la identidad (uno tira llaves y cartera a una alcantarilla) y el peso del mundo les abruma. Esta percepción de la vida se formula con imágenes insólitas (“Todos somos viudos de nuestra propia sombra”) o con crudo empirismo (“no somos más que conglomerados ocasionales de materia que un día se descompondrá”). Y siempre con una intensidad verbal a la que ofrece un magnífico cauce la prosa de Tizón, extraordinaria por la creatividad metafórica y por la expresividad que le saca a la ruptura de las rigideces sintácticas. La feliz armonía de visión y escritura convierten a Tizón en un maestro del arte de sugerir.