El crimen de un hombre anodino
El protegido
Pablo Aranda
Malpaso
226 páginas | 17 euros
Uno de los principales retos de las novelas de género, y en particular de las adscritas al negro o policíaco, es lograr la originalidad sin abandonar el patrón que certifica la pertenencia a esta categoría literaria. Un empeño comercialmente rentable pero con muchas dificultades, en particular la de la saturación: son tantos los relatos del género que es difícil no ya innovar sino dotar de cierta identidad personal la tentativa. El seguimiento del canon, cada vez más ambiguo y abierto, permite a los autores presentarse ante el lector con una especie de garantía de lectura: se asegura un ambiente insano, una trama en constante tensión y una incertidumbre que desemboca en un desenlace cerrado o abierto. Una de las muchas formas de conseguir esa singularidad dentro de un género tan masificado es la localización geográfica del argumento. Frente a los fundadores anglosajonas, hace mucho tiempo que los universos locales de cada autor se pusieron al servicio del relato. La sangre, la corrupción, el robo, los sueños rotos, el retrato social adquirieron ubicaciones e incluso siluetas humanas reconocibles como sucede con esta novela.
Andalucía y, en concreto, la Costa del Sol, Gibraltar o la Bahía de Algeciras se han consolidado como escenario vinculados a una actualidad no menos sórdida. El protegido, la sexta novela de Pablo Aranda (Málaga, 1968) explota esta geografía local del narcotráfico (Torremolinos y la capital malagueña) y cuenta cómo un tipo común, sin vínculos con la policía ni con las mafias de distribución de drogas, se ve envuelto en un descomunal embrollo, con tres asesinatos de por medio y una amenaza permanente. El argumento se desarrolla en paralelo a una historia no menos intrigante sobre la inestabilidad de las pasiones.
El gran acierto de la novela (su originalidad) es su estilo subyugante, confeccionado con frases cortas, con la sintaxis truncada, que golpean con un ritmo vertiginoso, sin dejar que se forme y surja la melodía, como esas composiciones de Bartók o Shostakóvich donde el piano, convertido en un instrumento percutivo, corta el desarrollo del tema apenas enunciado. Un estilo tan depurado tiene el peligro de incurrir en la monotonía. Pablo Aranda disputa línea a línea y consigue aprovechar todo su rendimiento. Pero queda otra dificultad, el argumento. Convertir de sopetón a un tipo anodino en un personaje de novela policíaca conlleva ciertas dificultades. El relato de cómo Jaime se transforma en protagonista y en (posible) asesino, y cómo su vida pacífica deviene en violenta, requiere mucha verosimilitud para que el lector no sospeche la superchería que supone esta trama literaria.
Ese salto desde la insignificancia humana a lo primordial, de la estabilidad emocional a la inconstancia, lo fundamenta Aranda llenando de ambigüedad o trampantojos el relato (nos oculta quién mató, quién concibió al hijo). Ahí la novela deja ver sus costuras. Pero el ritmo general de la historia, y sobre todo, la trepidación del estilo, impide abandonar el libro y le confieren ese aire original que la convierten en exclusiva.