El inmoralista
El círculo se ha cerrado
Knut Hamsun
Trad. Kirsti Baggethun y Asunción Lorenzo Nórdica
386 páginas | 22,50 euros
Leo la última novela de Knut Hamsun intentado desentrañar esa tuerca de genialidad narrativa que motivó la siguiente frase lapidaria de Hemingway: “Hamsun me enseñó a escribir”. No sé si llego a desentrañar el resorte, pero me quedo deslumbrada por el efecto de vida que consigue el escritor. Una pulsión física de hambre, frío, satisfacción, embriaguez sexual confiere una textura sólida a una trama de degeneración feliz: Abel, una mezcla de “vagabundo y caballero” aspira a ser algo en la vida porque eso es lo que se espera de un hombre. Pero no encuentra su camino, se marcha, regresa a su ciudad, vive en Kentucky donde se ve involucrado en una historia de pasión y crimen… Abel no acierta con sus emprendimientos. El dinero y el sexo siempre están presentes. Son tal vez las metáforas de una atadura: a la sociedad, a la vida. Todos esperan algo de Abel, que es básicamente un ser humano bondadoso. También un delincuente de una manera inmoralista, individualista y antisocial que me recuerda a los posteriores personajes de Genet. A los actores de Pasolini. “La vida vive en el mundo”, piensa el protagonista, mientras que las exigencias sociales de la Noruega de principios de siglo hacen de él un desarraigado, un apologeta de la vida sencilla, un crítico del verbo “prosperar” que acaba diciendo “No sigo el esquema (…) ¿para qué queremos ser algo?” No es que Abel sea un aventurero —cierta indiferencia define su carácter—, sino que detesta las rutinas, el atildamiento o el ansia por ascender en la escala social. Normas y monedas. Puede que también deteste la usura de esa forma poundiana que acabó vinculando al poeta estadounidense con Mussolini, del mismo modo que Hamsun fue afín a Hitler.
Algo de Hamsun hay en Abel: el autor ejerció cien oficios, emigró a Norteamérica, vivió en una cabaña, desconfiaba de los negros y defendió la vida bucólica. El autorretrato enmascarado se realiza desde la distancia de una contradicción antisistémica —degeneración feliz, bondad delictiva—, desde la posibilidad de errar, con una mirada poco embellecedora. En ese alejamiento y aproximación a la materia autobiográfica Hamsun adopta modernas decisiones narrativas: las escenas aparecen desenfocadas por un rápido movimiento de cámara en el que las polifonías se confunden. El estilo directo e indirecto se mezclan sin guiones, con fluidez, fundiendo las perspectivas de Abel, el narrador y el autor, que no se separa ni un milímetro del texto y se permite injerencias de gran intrepidez elocutiva que contrastan con su conservadurismo ideológico. Así se habla de Olga, uno de los amores de Abel: “…lleva el pelo corto, un cigarrillo en la mano, un mono y las uñas pintadas de rojo. Somos muy modernas y con la cabeza muy vacía, tenemos un cuello muy fino y no tenemos pechos”. ¿Quién es el emisor de esa ironía misógina? Abel, el narrador, Hamsun: uno y trino. Frente a Olga, el autor construye un contundente personaje de mujer, Lolla, que trabaja fuera y dentro de la casa, lee, remienda y cuida de los intereses del héroe confuso. Es el paradigma de una mujer generosa integrada en una sociedad que fomenta luchas, latrocinios y mezquindades. Ella se corrompe con un punto de honestidad en un entorno en el que resulta imposible permanecer inmaculado. En definitiva, lo maravilloso de esta historia, sectaria y fascinante, es que Abel ha necesitado toda la novela para elaborar un discurso con claroscuros y repliegues. A Hamsun le ha sucedido lo mismo con la propia vida. Novela y vida corren paralelamente, se cruzan, confluyen y, al final, es cierto: el círculo se ha cerrado.