El mar de los sueños
La sociedad de los soñadores involuntarios
José Eduardo Agualusa
Trad. Claudia Solans
Edhasa
288 páginas | 18,50 euros
Daniel Benchimol vive de las palabras. Para las palabras. Le alimentan, las alimenta. Es periodista. Es un gran lector. La vida no le sonríe. Corazón en cabestrillo. Qué engorro tener que divorciarse. Una firma para dar un portazo al ayer. La memoria es una herida que sueña con ser cicatriz. El fracaso, la ruina, el estupor de una vida que se momifica. Huir es tentador. El horizonte como vía alternativa. Y al final del viaje, un hotel que mira al mar. Un lugar sin destino. Un buen escenario para enhebrar nuevas historias. Nuevos trayectos. Un refugio de sueños y soñadores. El señuelo irresistible de lo desconocido. Allí, Benchimol se encuentra con personajes que invitan a mantenerse alerta. ¿Existen o sobreviven en mente ajena? ¿Se puede invadir sueños ajenos? ¿Y fotografiarlos? ¿O filmarlos? Y, al fondo, un país al borde del abismo. Angola. Vértigo al desorden del día.
Con La sociedad de los soñadores involuntarios, José Eduardo Agualusa (Angola, 1960) alcanza un grado de maestría admirable desde todos los puntos de vista: como perfecto andamiaje de historias absortas en el azar y los descubrimientos inesperados, como fresco intenso y extenso de personajes abonados a los misterios de la noche, como narrador en estado de gracia capaz de adentrarse en laberintos políticos y sociales con la misma soltura y vigor que muestra en los arrabales íntimos, allí donde la soledad busca vías de escape al borde mismo del (a)mar.
Aves negras abren la novela convertidas en presagio. Sueños a la deriva. Pesadillas cercanas. Dentro del agua yo soy exacta, escribió la poetisa mozambiqueña Glória de Sant’Anna, como bien recuerda el protagonista, que piensa mejor entre olas. La prosa del autor tiene mucho de oleaje que va y viene con exactitud pasmosa, elegante y persuasiva. Engarza drama (o comedia, según se mire) personal como meandros profesionales y colectivos. Periodista, Benchimol reconoce una buena historia en cuanto la tiene delante. Y va detrás de ella. La suya también lo es.
Los sueños siempre son ecos de algo. Benchimol empieza a soñar con dos personas que, de pronto, se revelan como seres reales. Ecos verdaderos. Traficante de ecos y sueños, el protagonista compone un puzle de voces, ausencias, luchas y sentimientos que, como en una duermevela agitada, llena la novela de vaivenes emocionales y tonales magistralmente manejados en mosaico de relatos enhebrados con destreza. Nada y nadie le es ajeno al autor: avatares políticos, convulsiones sociales, paréntesis filosóficos, rebeldías asaltadas por la melancolía del amor herido, idealismos y opresiones, incoherencias y renuncias.
El humor cruza de lado a lado la novela restando importancia a las precisiones científicas sobre el delirio onírico (¿a quién le importa la veracidad cuando sueña?), evitando la solemnidad en la medida de lo posible y sin esquivar, llegado el caso, los trompazos con la realidad más cruel y dolorosa. Qué difícil es averiguar la verdad, si es que existe. Agualusa empapa al lector con una poética envolvente que nunca abdica de la necesidad de contar historias muy reales al tiempo que las embadurna de irrealidad inquietante, capaz de convertir fogonazos de violencia en aguaceros de irresistible lirismo. En el fondo, el autor está compartiendo con el lector su fascinación (que rima con obsesión) por la literatura como horno de fantasías y reino de la imaginación, donde todo es posible, incluso que el sentido común se imponga sobre el odio y la represión en el atolladero de la Historia. Soñar, imaginar, crear, inventar: escribir. Y Agualusa lo hace todo de maravilla.