Eres un mentiroso, Landero
El balcón en invierno
Luis Landero
Tusquets
248 páginas | 16, 14 euros
En Lucía, una hermosísima canción, Joan Manuel Serrat nos advierte de que nada hay más amado que lo que perdimos. Esa verdad fue desvelada mucho antes de que él la cantase. Una vez que la titubeante escritura abandonó sus orígenes contables −cien ovejas, diez mil raciones de pan, cuatrocientos adobes, doscientos esclavos…− apenas se ocupó de otra cosa que de las pérdidas.
Sesenta y seis años cumple Luis Landero (parece que fue ayer cuando nos asombró a todos con Juegos de la edad tardía) y se sienta a escribir una nueva novela. La de un jubilado que se hace con una pistola y, con ella y diez euros en el bolsillo destinados a la limosna, se dedica a recorrer la ciudad mientras observa a los mendigos. Este inicio es inconfundiblemente landeriano; el lector lo reconoce enseguida y sabe que pronto surgirá el afán quijotesco al que el escritor de Alburquerque nos tiene acostumbrados.
Otra novela de Landero. ¿Otra novela de Landero? Lo que a nosotros nos hace frotarnos las manos, al propio autor se le antoja, de pronto, insoportable. Es septiembre, ese dulce mes madrileño, la vida andará dando vueltas por ahí fuera y el escritor piensa en el absurdo desperdicio que supone derrochar los años sentado en ese sillón, escribe que te escribe. Lejos, muy lejos en el espacio y en el tiempo, Gilgamesh, rey de Uruk, un día tuvo el mismo miedo y partió. No en busca de la inmortalidad, como nos cuenta la epopeya, sino de la vida. La vida, que casi se le ha escapado al escritor, le parece a Landero que se le escapa y para remediar esa sensación deja de escribir una novela, la llama a revista y comienza a recordarla, en sillas de enea con su nonagenaria madre, en una charla a la que el lector está invitado. Ese lector que sabe que la vida de este escritor con varios oficios nunca ha andado lejos de su ficción; de la difícil relación con el padre al que le tuvo miedo y sobre cuyo cadáver juró alcanzar a ser un hombre de provecho; de su Alburquerque natal y rural, de la estupenda narradora oral que era su abuela, de los años adolescentes, de sus inicios en Madrid buscándose la vida, intentando salir indemne de la metamorfosis de convertirse en escritor. Una madre y un hijo mirando la vida que se escapó, poniendo nombre a los muertos, a las verdades que se escondieron o se fabularon, permitiendo que la nostalgia engendre la peligrosa melancolía.
Pero hay que hacer caso a las madres. La de Landero nos lo advierte varias veces: “este muchacho siempre ha sido un mentiroso”. Y, una vez más, nos engaña. El balcón en invierno, el último libro de Luis Landero, permanecerá en el recuerdo de quien lo lea no como un volumen de memorias, sino como una novela. El absurdo afán de vivir siempre es novelesco. Gilgamesh, igual que este Landero que asoma su máscara en los libros, son personajes de ficción que pretenden ordeñar las secas ubres de la vida. Lo dijo Borges: morir es cosa corriente, es una costumbre que suele tener la gente. Lo de estar vivo es más inusual, queda relegado a la ficción, como en este El balcón en invierno escrito por un mentiroso que dice añorar lo que ya perdió y que nos cuenta de un mundo que tuvo que abandonar y del que jamás logró salir.
Grande Landero. Lean y disfruten, déjense seducir por este embaucador que ni a su madre le dice la verdad.