Espíritu de rebeldía
Deseo que venga el diablo
Mary MacLane
Prólogo de Luna Miguel
Trad. Julia Osuna Aguilar
Seix Barral
224 páginas | 18, 50 euros
Cuando en 1902, la canadiense Mary MacLane publicó La historia de Mary MacLane tenía veintiún años. Había escrito el texto a los diecinueve y se titulaba Deseo que venga el Diablo. El libro se convirtió en un best-seller y Mary, que murió a los cuarenta y ocho en un hotel, siguió escribiendo un mí, me, conmigo perpetuo que satisfacía las exigencias del mercadillo literario y el magnífico egotismo de una autora que quizá se sintiese minúscula. Cuando el lector comienza Deseo que venga el Diablo cae en la tentación de ponerse una bata blanca y empezar a tomar notas frente a un diván. Pero no merece la pena caer en los tópicos interpretativos de que el complejo de superioridad encubre un gran complejo de inferioridad o de que si sueñas que se te caen los dientes estás sexualmente insatisfecho. Pese a que la figura agrandada de MacLane lo emborrona todo, este libro sobresale por su potencia expresiva, su modernidad, su rebeldía femenina y literaria, por la vitalidad gloriosa de un autorretrato contra algunos de los aspectos represivos de la sociedad de su tiempo. Ella es una muchacha que escribe desde un lugar incómodo y su malditismo, la invocación a ese Diablo que representa el reverso oscuro, la oposición frente a un orden moral castrador, se justifican tanto por su juventud, como por su condición femenina, su vocación literaria y por una sexualidad ambivalente o lésbica. En ningún caso convencional. Reza al diablo para no convertirse en una mujer virtuosa. La incomodidad de MacLane cristaliza en un romanticismo que deriva desde el aislamiento hacia el impulso luchador y comunicativo de la escritura. La escritora no necesita reveses vitales o desengaños para que la voz exprese su carga de desilusión y resistencia: recuerdo la fuerza de Elizabeth Smart de En Grand Central Station me senté y lloré; sin embargo, esta muchacha de Winnipeg no necesita abandonos, novios poetas, hijos… MacLane se revuelve como una lagartija. Pero no por las cosas que le han sucedido, sino por las que no le han ocurrido aún. En un epílogo absurdamente redentor, escrito años más tarde, Mary insiste en su nocturnidad y en su cordura.
El sarcasmo de MacLane recuerda a la tristeza satírica de Dorothy Parker en esos largos poemas contra hombres, mujeres, universitarios, actores, el mundo entero. También MacLane escribe una letanía sobre lo que le produce repugnancia: católicos buenos, cristianos virtuosos, gente sin bañar, mal estómago, el Ejército de Salvación… Recita diabólicas oraciones y exhibe un conocimiento literario precocísimo no solo en la nutrida nómina de escritores a los que alude, sino sobre todo en la agudeza de sus comentarios: “Lo más grande que una puede hacer en literatura es lograr decir lo que quería decir”. Pero el autorretrato se arriesga siempre a que un tiro salga por la culata, a que por la boca muera el pez y a que el lenguaje propicie simultáneamente la veladura y el desvelamiento. Esa es una de las razones por las que MacLane se desespera y pone el dedo en una de las llagas –uno de los encantos– de la literatura autobiográfica: “una sombra negra: la de mi propio elemento de falsedad.” MacLane, fascinante e insoportable, contrapesa su rebeldía, su vivencia sublime de la naturaleza, su alma y su hastío, con enumeraciones de una vida interior física en sentido recto: “Mi saludable y sensible hígado descansa tranquilamente con su delgada bilis amarilla en dulce gozo./ Mi estómago calmo y bello…” En una pirueta iconoclasta, vincula con sus raíces escocesas la hermosura de su hígado. Menciona el intestino, los pulmones. La modernidad del retrato de MacLane consiste en su conciencia de la verdadera obscenidad: describir el atractivo de una víscera propia, cantar el amor por las chuletas. Desde ciertas perspectivas feministas contemporáneas, eso es el espíritu: cuerpo y materia pura.