Et in malandar ego
Malandar
Eduardo Mendicutti
Tusquets
320 páginas | 18 euros
Leía a Eduardo Mendicutti en una entrevista afirmar que su literatura es homosexual —como lo es, añadía, En busca del tiempo perdido— por la sencilla razón que él es homosexual y que todo lo que cuenta lo hace desde su sensibilidad, condición sexual y mirada. Pero antes que acordarse de Proust, al concluir la última página de esta, digámoslo ya, extraordinaria Malandar, lo primero que recuerda es esa frase de Pessoa donde afirmaba que no tenía más patria que su lengua y le entran ganas de aplaudir mientras corea una improbable versión a lo Gloria Gaynor de las “Pequeñas cosas”, alegría y pellizco. La trama es sencilla de contar: tres amigos, dos chicos y una chica, se conocen en la pubertad y crean entre sí fuertes vínculos de camaradería, y hasta deseo. Empezamos en un pueblo ficticio gaditano, cercano a mar y marismas, en el asomarse de los años sesenta, Algaida, construido de los recuerdos de varios deseos: el del lugar mítico, un confín salvaje llamado Malandar donde los tres amigos proyectan vivir juntos algún día; el del cuerpo que se empieza a abrir a la caricia ajena, al comezón de la entrepierna; el del futuro lejos de casa de uno de ellos, que un buen día de juventud dejó a los otros dos en la Arcadia/Algaida y marchó en un tren a Madrid para poder disfrutar lo que le estaba vedado en un pueblito donde todo se miraba y censuraba.
Decía que Malandar es una celebración del lenguaje. Porque es desde la lengua y las expresiones del habla andaluza desde donde se dibujan los diferentes calendarios de una historia que surca toda una vida. Que Mendicutti es un maestro en hablar de lo profundo y lo aparentemente banal desde ese sentido del humor tan andaluz que es capaz de encontrar carcajada en el drama y corazón encogido en la comedia ya lo sabíamos. Pero algo tiene esta novela que avanza implacable como los trenes que el trío protagonista —Elena, Toni y Miguel, el narrador, que va adaptando su tono narrativo a las edades que evoca— imaginaba que podían cazar en la infancia al pasar por el pueblo, algo tiene, decía, que te emociona profundamente. Malandar no es un paraíso perdido aunque a veces lo parezca en el discurrir de la narración sino el lugar eterno que se hace presente justo en el instante en el que cada protagonista, cada uno de nosotros, admitimos quiénes somos y qué es lo que amamos y deseamos realmente.
En su recorrido vemos pasar la historia de nuestro país, donde hace cincuenta o sesenta años se leían las historias de El Caso firmadas por Margarita Landi, se empezaban a usar fiambreras de plástico que llamábamos tupergüare y se jugaba con las pelotas de goma que regalaban los zapatos Gorila. Un país donde la especulación urbanística fue capaz de arruinar paisajes naturales y también de normalizar las relaciones homosexuales hasta el punto de celebrar el matrimonio gay como la mayor conquista al transcurrir las décadas. La propuesta final de Mendicutti va más allá de los derechos civiles: no hay mayor ley que la del amor y el corazón. Por eso su triángulo amoroso —el protagonista abierta y libremente gay, su amigo de deseo ambiguo y aún cercado por el miedo a la libertad y la mujer de este— donde el vértice femenino es un fabuloso homenaje al papel que las mujeres han tenido en las conquistas del colectivo gay, es una dulce declaración de principios. Tras un viaje donde hemos tomado trenes cuyo sonido nos ha hecho avanzar y retroceder, acabamos frente a unas sábanas que harán de lienzo para el gozo o de sudario para el adiós. Lo que de veras importa es la capacidad de este escritor para llevarnos de paseo por su vida, por nuestras vidas en un expreso que a veces es AVE y otras lento cercanías con el deseo de bajarnos en la última estación para darle un abrazo interminable.