El extrañamiento de seguir vivos
Cosas que brillan cuando están rotas
Nuria Labari
Círculo de Tiza
275 páginas | 22 euros
Conviene acercarse a este libro como los médicos se acercan a las radioscopias que deben descifrar. Es decir, con temor y algún trocito de esperanza. El debut de Nuria Labari (Santander, 1979) en el universo de la novela con Cosas que brillan cuando están rotas no podía haber sido más estallante. No sólo porque en el escenario de sus personajes estallen bombas, sino porque su escritura revienta, rompe y salpica desde la primera página al lector: “Es mentira: la realidad no supera la ficción. Necesitamos la ficción para superar la realidad”, escribe Labari casi a modo de consigna. Y es que Labari milita en ese bando de seres humanos convencidos de que la ficción es lenitiva. Una conclusión a la que ha llegado doce años después de vivir el 11-M. El libro está dedicado, de hecho, a las víctimas. En algún momento, Labari escribe: “Los muertos también tienen nombres. Y eso es alguien que nadie puede quitarles. Llorar y llamar a los muertos. Debemos hacer ambas cosas”.
Si convenimos que los libros no son más que preguntas, la que la autora formula sería más nítida de lo que los lectores somos capaces de soportar: “¿Qué hacer con todo este horror?”. Esta cuestión, entre otras, sobrevuela —casi como un buitre— cada una de las páginas. Narrada a través de tres voces y tres planos distintos, la novela se erige como un monumento a las quiebras. La de una sociedad, pero también la de un individuo, una pareja y una familia. “Me pregunto qué se hace con las cosas de los muertos cuando se empeñan en seguir vivas. ¿Hay que matarlas también para despedirse? ¿Y con las de los vivos?”, se cuestiona Eva —la madre—, una periodista que, como la propia Labari cuando trabajaba en el periódico El Mundo, pasa las 72 horas después del atentado pegada a las víctimas. Eric —el padre— es un alto ejecutivo obsesionado con los documentos de excel que se cuelan en la narración, desesperando casi por igual a su mujer y al lector. Clara —la hija— es una adolescente egoísta que escribe verdades en diarios. Los tres personajes se mueven en dos territorios propicios para las heridas: el 11-M madrileño y el Museo Judío de Berlín.
En las hendiduras de la narración se filtran correos electrónicos. Los convocados son esa pareja a punto de romperse. Lo que ahí se dicen, las dagas que se clavan cuando aprietan el botón de “enviar”, son también bombas que implosionan en sus cuerpos devastados. Hundidos. Rotos. La escritura de Labari es vertiginosa, afilada y honda.
Si Nuria Labari deslumbró con sus relatos hace siete años en el extraordinario Los borrachos de mi vida (Lengua de Trapo), ahora parece haber encontrado acomodo en el largo aliento de la novela, que parece manejar con la maestría de un veterano: domando palabras, torciendo tramas, bordando adjetivos. Son muchos los momentos brillantes que este libro nos regala. Quizás el más emocionante, por veraz y literario, es aquel en el que se detalla aquellos libros que se encontraron entre las cenizas, las carnes abiertas y los hierros ardiendo. “Los libros de los que iban leyendo y no se calcinaron, las últimas palabras de algunos”.