Flores en el basural
Flametti
o el dandismo de los pobres
Hugo Ball
Trad. F. González Viñas
Berenice
264 páginas | 18 euros
Del mismo modo que nuestro Rafael Cansinos Assens, efímero y paradójico heraldo del Ultra, Hugo Ball abanderó el Dadaísmo sin demasiada convicción, consciente de la distancia que mediaba entre su discurso rupturista y su fidelidad a una tradición a la que se sentía íntimamente religado. No es que se desengañara al cabo de poco tiempo, sino que desde el comienzo mismo —ya por la época del primer manifiesto— dudó sobre los presupuestos de una iniciativa que concebía como un “juego de locos”. Ball inventó la poesía fonética y hay fotos que lo muestran extravagantemente ataviado en el curso de alguna de sus lecturas o representaciones, que prescindían de todo referente lingüístico para experimentar con sonidos inarticulados, pero su propio testimonio de esos años revela la incomodidad que sentía ante sus compañeros de viaje —Tristan Tzara, Hans Arp— y el temor a que estos se sintieran ofendidos al descubrir que su posición frente al movimiento era más bien escéptica y vacilante. Tras su deserción de la causa había traducido a Bakunin y coqueteado con el anarquismo, pero después de la Gran Guerra volvió a la fe católica de sus padres y se distanció para siempre —“siempre” fue poco tiempo, porque murió joven, en 1927— de cualquier filiación política o estética.
Como explica en su presentación Fernando González Viñas y declaró sin reservas el propio Ball, Flametti o el dandismo de los pobres (1918) es una novela casi punto por punto autobiográfica —“no hay dentro ni una sola frase que no haya vivido yo personalmente”— donde se refleja el tiempo inmediatamente anterior a la fundación del legendario Cabaret Voltaire en febrero de 1916. Es un libro, por lo tanto, felizmente complementario de La huida del tiempo (Acantilado, 2005), el lúcido diario en el que Ball reflexionó sobre el sentido de la aventura vanguardista, donde apenas se reflejan esos meses previos, ya en Zúrich, que vendrían a ser la prehistoria de Dadá. Por entonces Ball y su futura mujer la poeta Emmy Hennings, que era adicta a la morfina, actuaban en una compañía de variedades dirigida por Ernst Alexander Michel, llamado Flamingo —el Flametti de la novela, donde el autor aparece retratado como pianista con el nombre de Meyer y Hennings como soprano soubrette—, inmersos en un mundo bohemio, precario y vodevilesco que ponía el contrapunto a los horrores de la guerra. En el mencionado diario, Ball definía su novela como “una glosa al Dadaísmo”, pero lo que muestra Flametti es más bien el modesto sustrato del que nació. Muy poco después, los números circenses, las actuaciones musicales o los escorzos de los funambulistas dejarían paso a los recitales poéticos y las veladas programáticas.
Pobres de solemnidad pero dandis a su manera, los personajes de Flametti forman una desastrada y pintoresca galería que resulta tanto más entrañable si tenemos en cuenta que no se trata en absoluto de criaturas inventadas. De hecho, en el apéndice a la edición de Berenice se reproducen, junto a una breve antología de fragmentos relacionados con los personajes del drama, varias fotos que muestran a Ball, Hennings y el resto de los miembros de la compañía, incluido Flametti o Flamingo. En aquel Zúrich alucinado, los misérrimos cabareteros convivían con los artistas expatriados, los espías, los vagabundos, los prófugos de la carnicería que a no demasiados kilómetros se llevaba por delante a centenares de miles de muchachos aterrados. De ese ambiente surgieron, como flores en el basural, las primeras voces de la vanguardia europea.