Godard entre lágrimas
Un año ajetreado
Anne Wiazemsky
Trad. Javier Albiñana
Anagrama
224 páginas | 17, 90 euros
Godard: el cineasta críptico que disfruta cuando no es entendido. El hombre que rompió con las hormas del cine para vapulear conciencias y sacudir el árbol de rutas podridas. Godard: un perfecto desconocido en su vida privada, en su metraje íntimo. Hasta hoy. Un día de junio de 1966, la actriz Anne Wiazemsky, de 19 años, escribía una carta a Jean-Luc Godard para decirle que le había gustado mucho su película Masculino Femenino. Y que amaba al hombre que la había creado. “Es un hombre que está muy solo”, le dijeron. Antes, la jovencísima e impulsiva admiradora había sufrido varios desencuentros con él. Pero la última película escondía un mensaje privado. Eso creía. Como si la hubiera dirigido dirigiéndose a ella. Eso pensaba. Él se las ingenió para averiguar su teléfono. Y la llamó. “Necesito verla”. Y se vieron. Y se sintieron felices. Y en seguida “caímos en los brazos el uno del otro”. Tristes y desconcertados, intuyeron que estaban condenados a encontrarse y sufrir juntos. “Sin gafas, mostraba algo oculto, algo muy íntimo”. Así fue Godard en su primera noche de caricias. “No eres ya mi amante”, advirtió solemne, “eres mi mujer”. Veinte años les separaban. Lo mejor y lo peor de sí mismos se cruzaban de forma imprevisible. Godard tenía más experiencia y Anne poseía más ilusión, pero ni una cosa ni otra garantizan la armonía. Ella podía ser cruel y él podía tener arrebatos de violencia con terceros que la exasperaban. Tan enérgico, tan inseguro. Temeroso de que ella lo dejara por otro más joven, “rompió a llorar estrepitosamente. Acabé levantándome y lo abracé jurándole que solo lo quería a él. Jean-Luc se dejó mecer como un niño y dejó, poco a poco, de llorar”. Godard entre lágrimas, demasiado drama para trasladarlo a sus películas. Y el amor se convirtió en parte del trabajo cuando el director la fichó como actriz. Ahí arranca un diario de rodaje lleno de información de primera mano sobre el Godard creador. “Su dejo desagradable y su voz demasiado altiva me resultaban totalmente extraños. Daba las órdenes con tono excitado, casi agresivo”. La polaridad del cineasta se manifestaba ya sin tapujos. Paciente o colérico, comprensivo o incomprensible. Trilita humana de creador al borde del descreimiento perpetuo.
La novela sin ficción de una muchacha de familia que fue musa y amante se convierte en una irresistible crónica del amor nada convencional entre Jean-Luc Godard y Anne Wiazemsky en un mundo que intenta enterrar sus ruinas: el mayo del 68 está a la vuelta de la esquina, el cine francés se rebela contra sus esencias, es tiempo de jóvenes quemagrasas como Truffaut o Jacques Rivette, los filósofos pisan la calle y París arde con tanta imaginación dispuesta a tomar el poder. Un año ajetreado desmenuza la historia sentimental de dos personas tan distintas que no pueden permanecer distantes. La muchacha que se debate entre ser actriz o estudiar filosofía, el cineasta romántico y cargado de celos, petulante y cariñoso, imprevisible y asustado, sensual y gélido, furibundo y relajado, ambicioso y lúcido. Repleto de coherentes contradicciones, enemigo de tantos corsés y capaz de pasearse con un Alfa Romeo descapotable. Antes de que llegara el final de la escapada, Anne y Jean-Luc fueron felices a su manera y las cenizas que muestra ahora la autora están limpias de tristeza o amargura: su ajuste de cuentas no busca culpables ni señala víctimas. Solo narra los hechos con gracia, emotividad y soltura inteligentemente deudoras de un inolvidable fogonazo juvenil.