El hotel de los líos
Celeste 65
José C. Vales
Destino
416 páginas | 19,90 euros
Como si se tratara de un entomólogo que cambia a sus insectos por seres humanos, José C. Vales recluye a sus personajes en un hotel de lujo de Niza para estudiarlos a fondo rastreando sus formas. Implacablemente. La perspicacia para observar de Capote, el sigiloso rastreo de humillaciones y ofensas crepusculares de Scott Fitzgerald (“Niza adquiría la melancólica luz que despierta los recuerdos de la juventud perdida”), la punzante elegancia de un Isherwood irónico (“las gambas dan sentido al mundo”) o la montaña de aludes emocionales de Thomas Mann encuentran en Vales a un perfecto compañero de fatigas literarias en el proceloso mundo de las gentes de alta cuna que se inclinan antes sus más bajas pasiones. Si “las respuestas están en el viento”, el autor no duda en avivar las brasas para que sus criaturas confiesen desdichas, errores, horrores, fracasos y ruinas. Secretos. Mentiras. La verdad pende de un hilo que da puntadas mortales. Todo ello envuelto en la mullida atmósfera de unos entornos creados para el descanso, con una Europa que tirita por la Guerra Fría y con los cadáveres del nazismo aún calientes.
Siendo como es una novela de intriga en cierto modo palaciega (aristócratas, estrellas de cine, militares, periodistas “asquerosos”, mujeres de reloj letal, espías de variado pelaje, gatos sagaces…), Celeste 65 no tarda en sembrar de misterios sus páginas decoradas con todo lujo de detalles sobre la miseria humana. ¿Una bella anticuaria de pies vendados que irrumpe en la habitación del protagonista para usar su baño y terminará comiendo cerezas en su cama? Quién, cómo, por qué. Nuestro narrador (confidente y mirón) echa corazones fuera: “Gracias a Dios, jamás he sentido nada parecido al amor”. Vales lo avisa desde el principio para no traicionar las expectativas del lector: estamos ante un ser humano que desprecia a sus semejantes, o como mal menor siente una indiferencia absoluta hacia ellos.
“Tienes el alma de una de esas polillas”, le espetan en el arrollador y modélico arranque de la historia, cuando se nos presenta merodeando un abismo racional, sometido a un invierno perpetuo, hijo de la desidia, “un parapléjico social”. Su apasionado idilio con los insectos (“los únicos a los que casi podía entender”) tiene consecuencias dramáticas cuando una plaga de termitas liberadas devora el St. Christopher College donde trabaja. ¿Maldito? descuido. Liberado de ocupaciones como rico heredero de una familia adinerada gracias a los fertilizantes que matan a sus adorados bichos, Linton Blint muda su identidad a las orillas del Mediterráneo en busca no solo de una cura para sus maltrechos huesos sino también para encarar “ese engorroso inconveniente o mal menor” que es la vida. El verano de 1965 atrapa al alambrado entomólogo en plena Riviera francesa disfrutando de su vicio más íntimo y personal: “el vacío absoluto”. La entrada en escena (vodevilesca en cierto modo) de Celeste Lev abrirá una brecha en ese muro aparentemente infranqueable. Bienvenido a los hoyuelos de Venus. No es un nombre casual: la astronomía, una “disciplina casi espiritual”, juega un papel fundamental en una narración que funciona como un atlas humano repleto de escenas cortas pero intensas, estampas breves y robustas en su aparente crónica de la liviandad, sorpresas que someten el lector a una ionización literaria gobernada por las leyes del presentimiento. Con un guiño fulgurante al imprevisible Hitchcock para pasar de la acción sazonada con humor (Grace Kelly mediante) al horror más devastador en el estercolero que se forma bajo las estrellas, el autor de Cabaret Biarritz (premio Nadal 2015) revalida su talento para construir personajes imprevisibles y reconstruir tiempos de vino y rosas mientras maneja con exquisita inteligencia y firme agilidad un escalpelo que arranca sonrisas. Heladas.