La brújula del sur
Aquí yacen dragones
Fernando León de Aranoa
Seix Barral
196 páginas | 17 euros
León de Aranoa es un director de cine muy realista, muy directo. Sabe dónde está el norte al que se dirige, hacia el que lleva al espectador sin dejar que se pierda entre la historia, las emociones y un segundo de desatención. La realidad que cuenta es lineal. La mide, la drena, la afila, la enfrenta a la vida. En cambio, como escritor, León de Aranoa utiliza ese mapa al revés. Su propósito es el sur: que el lector pierda el norte de una realidad que se rompe, que se multiplica, que se desliza hacia lo insólito. A ese lugar donde termina lo conocido, y lo fantástico es el misterio de la imaginación monstruosa, aunque en el fondo sea tierna, inocente. León de Aranoa es tan legal, está tan acostumbrado a ser directo y realista, que confiesa esta intención en el prólogo de estos 113 dragones. Relatos, microhistorias, cortosecuencias, que son poemas contados y en los que dentro de la historia que se cuenta sucede una emoción subversiva, un pensamiento insurgente, una experiencia perturbadora como acto poético, como réplica de la ficción a la realidad. Hay espléndidos ejemplos como “Epidemia”, “Usted es invisible” o “La rebelión de las brújulas”, entre otras muchas historias. Da igual que la pieza tenga la forma de un discurso narrativo o de un dinosaurio de Monterroso y que los protagonistas sean una familia con dos corazones y una venganza, un mentalista, las chicas que trabajan en los aeropuertos, los rasgos de la cara que determinan nuestro nombre, los paraguas y gafas entre cosas que perdemos —porque en el fondo es lo que queremos—, el bar de un cementerio donde el último adiós puede ser una pelea de aflicciones o un romance fugaz, un boxeador con amnesia, un impostor, los durmientes de un pueblo que esperan la llegada de un tren con puntualidad mortal, las calles de dos enamorados que se encuentran en una plaza o el locutor que narra con belleza la jugada que los futbolistas ejecutan segundos después. Lo que cuenta es la excepcionalidad poética, el extrañamiento, el mecanismo de insurrección que encierra la historia. La perturbación o la sonrisa que uno celebra al final de la lectura.
León de Aranoa conoce a fondo a Ribeyro y a Monterroso, pero especialmente a Cortázar y a Juan José Millás. Sabe que ambos son maestros en convertir un instante en un puente de mano con el que pasar de un lado a otro, en intuir lo absurdo, lo mágico y lo zurdo en lo real. Ellos son la brújula que lleva en el bolsillo cuando proyecta lo fantástico sobre cualquier realidad, que puede ser una anécdota, una instrucción cronopia o una advertencia frente a la rutina de un hábito a punto de volverse en nuestra contra, y la convierte en un poema que igualmente podría interpretarse como un graffiti o un cromo sobre el que poner la mano hueca y ¡zas!, darle la vuelta al sentido de la realidad y a veces, incluso, a lo que contiene lo fantástico. León de Aranoa lo hace notablemente y antes de hacerlo también lo confiesa (ya dije antes que es muy legal y directo) al inicio del libro con una cita aristotélica: “es probable que a veces sucedan cosas al margen de lo probable”.
Todo dragón es un símbolo del mal y a él debe enfrentarse un héroe. Por eso mismo, bajo la piel de la fabulación, del sentido del humor y de la poesía de lo insólito de cada historia, laten las pequeñas batallas contra la mezquindad, la corrupción, los desencantos, los gestos políticos, la desesperación, la soledad, las oscuridades, los fuegos que queman el corazón de los hombres. Los mismos temas que el director nos cuenta en el cine cuando el poeta no sueña dragones.