La carne cruda de la escritura
Carta a mi mujer
Pentti Saarikoski
Trad. Luisa Gutiérrez
Nórdica
120 páginas | 16,50 euros
Confieso mi ignorancia. No sabía nada de Pentti Saarikoski. Estos desconocimientos, que me avergüenzan, se alivian cada vez que leo un libro de Nórdica y descubro a Wassmo, Ambjørnsen, Liffner, Vilhjálmsson… Escritores daneses, suecos, noruegos o islandeses que me resultan fascinantes. Este ha sido el caso de Pentti Saarikoski, un escritor finlandés, celebérrimo en su país natal, traductor de los clásicos griegos y del Ulises de Joyce. El autor muere en 1983, a los 46 años, víctima de su alcoholismo. Esta Carta a mi mujer es una alucinada epístola en la que le cuenta a su esposa las cosas que hace, lo que siente, mientras pasa una temporada en Dublín: come —mal—, toma medicamentos, vomita, bebe ginebra, se pregunta si la escritura es un oficio, rememora sus anteriores matrimonios, echa de menos a su mujer —“Te necesito a ti (…) tu coño que respira”—, comenta el asesinato de Luther King, vuelve a mal comer…
Mientras leo me acuerdo de los supervivientes de un infarto que necesitan hablar por los codos, de escucharse a sí mismos, su propia voz, porque la palabra y su propia voz son lo que les conecta con la vida: “Hablé y hablé. Hay que escribir o hablar, no hay que pensar, cavilar, meditar, reflexionar, o te vuelves loco…” En esta carta oscura prevalece el vitalismo de un hombre que, más allá de sus pulsiones de autodestrucción, ama la sensualidad y la materia. Se aferra a ellas con una caligrafía que nada tiene que ver con los tics de la literatura interesante, sino con el relieve perturbador de una prosa escatológicamente poética, reiterativa, que busca a la esposa, pero que en realidad subraya la dimensión comunicativa de toda la escritura literaria. A dentelladas. Con una autenticidad que recuerda las contracturas y la fisicidad de los cuadros de Bacon. Con un lenguaje que no escamotea la palabra gruesa en la era del eufemismo. El escritor deja fluir sus emociones, su pensamiento, y entre el borrón se clava el filo de una frase tan exacta que disipa cualquier bruma. Es difícil separar la borrachera de la impostura de la borrachera. Es difícil separar la vida de su retórica y a Saarikoski de ese Joyce que se le viene a la mente en sus paseos por Dublín: “¿Qué fue lo que comió Bloom en este pub?” Las comidas de Bloom en Ulises son tan fundamentales como los comistrajos de Saarikoski en Carta a mi mujer.
Su opción no es una pose, sino un compromiso explícito con la expresividad que se cuestiona la frontera entre el documento de la vida privada y el interés literario general: “Podría guardármelo todo para mí mismo. No puedo guardarme para mí mismo (…) Soy un parlanchín”. El escritor sabe que su escritura vale dinero y el lector se interroga sobre si todos los textos de alguien que se llama escritor son legítimos —pienso en La mierda de Piero Manzoni en 1961— mientras él sigue dándole vueltas a un oficio inseparable del sexo, la incontinencia y su reverso oscuro de impotencia, los alimentos que se ingieren, la duda sobre el derecho a una retribución por ley si un día no puede escribir y las sustancias tóxicas que activan o bloquean las circunvoluciones cerebrales. Saarikoski lanza una retorcida pregunta sobre la pertinencia de los textos autobiográficos, sobre la sucia y luminosa intimidad en el ámbito común, apostando por una honestidad sin aparentes filtros retóricos: “Todos los libros (…) habrían de ser cartas, pues recibir una carta es siempre más agradable que recibir un libro, y una carta puede contener trivialidades, un libro no, los profetas escribieron libros, los apóstoles, cartas”. Saarikoski, mientras indaga sobre su biografía —“¿Habría escrito algo si hubiera sido una persona equilibrada, contenta?”— convierte las trivialidades en asunto de interés gracias al estilo. A su preocupación por las comas y al poder de su lengua escrita: “En mi regazo eres carne cruda”.