La catarsis de la literatura
Días sin hambre
Delphine de Vigan
Trad. Javier Albiñana
Anagrama
168 páginas | 14, 90 euros
Tengo la impresión de que las experiencias vitales sórdidas nos colocan en el precipicio de la inefabilidad y cristalizan en prosas descarnadas como mordisqueado huesecillo de pollo. Como si la catarsis en la literatura no fluyera en torrentes, sino gota a gota dándole a cada palabra la textura de un síntoma. Esos libros terribles hablan de la dificultad del vómito sanador. De lo que cuesta echar el hígado por la boca. Del mal gusto que deja la bilis en el paladar. En contraposición, otros libros convierten el decir de la literatura en la única vida posible: las palabras actúan con protector de dientes, revestimiento barroco de una microscópica partícula de experiencia transformada en otra cosa por obra y gracia del lenguaje y sus rarefacciones. Las dos maneras de proceder me parecen legítimas: cada historia ha de buscar su lenguaje de modo que los escritores sean exploradores de la palabra y del decir más oportuno para relatar el momento, la visión o la idea que quieren reconstruir con su texto. Sin caer en el regodeo comercial que hace marca de los estilos personales.
Días sin hambre de Delphine de Vigan es paradigma de esa literatura que bordea los síntomas de una intimidad enferma como metáfora de una patología global. De Vigan reconcentra el trauma a través de la escritura y entrega a los lectores un texto delgado con un estilo delgado que nace de la mano delgada de una narradora delgada que fue, una vez, una mujer delgada. La delgadez es morbosidad. Negación. La autora ha definido la anorexia como “droga barata”. Días sin hambre es el primer libro de De Vigan que maneja la materia autobiográfica con una contención que remite a Marguerite Duras. La Duras está en la base de la pirámide constructiva de muchos libros escritos por mujeres a partir de la segunda mitad del siglo XX. El triángulo amoroso, la guerra y el exterminio que recrea en El dolor o el amour fou marcado por la diferencia de clase, raza y edad de El amante son ejemplos de ese desbordamiento, ese tremendismo de la experiencia vital, decantados en una prosa desnuda. Con la escritura de Delphine de Vigan, a quien ya conocíamos por Nada se opone a la noche, sucede algo más radical: en Días sin hambre la autora no se permite escribir desde el desgarro en el que es susceptible de caer la primera persona y opta por la distancia, la credibilidad, incluso la cortesía, de una tercera. Mirándose a sí misma como a una extraña. Con un objetivismo verdadero y con una objetividad falsa que le ayudan a sopesar lo bueno y lo malo transformando la escritura en un proceso no solo de catarsis, sino de autoaprendizaje.
La lectura de este texto sobre una joven anoréxica no asfixia a los lectores sensibles: pese a la incertidumbre, su final tiene algo luminoso. Se palpa cierta esperanza en el amor como juego de poder y posibilidad de engaño, pero también como dependencia positiva, entendimiento y nutrición. Con Días sin hambre se reafirma el tópico de que la realidad supera las ficciones y de que las palabras de lo real a veces resuenan extrañamente poéticas: ¿acaso la palabra “nutribomba” no podría ser invención de Boris Vian? Como aquella pianola que preparaba cócteles en La espuma de los días. Sin embargo, la nutribomba es un aparato imprescindible en las clínicas dedicadas a tratar trastornos de alimentación. Las palabras del poema existen en una realidad que de Vigan destila mostrándonos sus facetas oscuras, pero también sus brotes verdes. La posibilidad de renacer.