La conciencia expresionista
El barco faro
Siegfried Lenz
Trad. Belén Santana
Impedimenta
288 páginas | 21, 95 euros
Cuando alguien me pregunta qué novelas del siglo XX no debería dejar de leer, casi siempre doy los mismos títulos: La piedad peligrosa de Zweig, La conciencia de Zeno de Svevo, El buen soldado de Ford Madox Ford y Lección de alemán de Siegfried Lenz. Fue tal mi deslumbramiento ante la lectura de este libro que desde entonces no dejo pasar la ocasión de leer a Lenz, representante de ese Grupo del 47 que trató de revitalizar la literatura alemana de posguerra: la obra de Böll, Bachmann y Grass testimonian el éxito de su empeño. Y la de Lenz de quien ahora Impedimenta edita El barco faro, novela corta a la que acompaña una colección de relatos donde se combinan sátira política, sentido de la fatalidad y humor negro. Es indiscutible la maestría expresionista de Lenz para la descripción: la naturaleza y los personajes de “Los humores del mar” y la taberna de “El principio de algo” fascinarán a los lectores. “Accidente en Nochevieja” sobresale en el conjunto. Se trata de un relato sobre el principio y el fin, sobre el miedo a corroborar lo que ya se sabe, construido sobre una sucesión de imágenes magníficas: la cabeza de carpa −el ojo cuajado del pez− en el plato; el tiempo dilatado hasta la medianoche frente a la inminencia de ese tiempo de la muerte que se precipitará sobre nosotros; el juego de adivinar el futuro derritiendo plomo que después se solidifica en el agua. Hay que descifrar el significado de las figuras. Darles una interpretación.
La joya de la corona es El barco faro, una metáfora sobre el bien y el mal, y la dificultad de detentar el poder, a partir de la que surge un racimo de ideas: la desconfianza en la lucidez de una masa movida por inercias y rumores; la incapacidad para percibir la grandeza ajena; la carga del pasado; la inclemencia de los hijos al juzgar a sus padres; la necesidad de justificarse o redimirse frente a los otros; la ambigüedad del concepto de enemigo; el límite entre valor y cobardía; el significado del heroísmo; la peligrosa similitud entre obcecación y bondad; la inacción como forma suprema de valentía; el reverso oscuro de la “aventura”; la exigencia de distancia para calificar ciertas acciones de buenas o malas… La épica se comprime en el espacio casi claustrofóbico de un barco faro al que llegan tres intrusos. Freytag, el capitán, con su cigarrillo frío entre los labios, se opondrá a su tripulación y a su hijo a la hora de decidir cómo actuar frente a la amenaza. A la vez establecerá con uno de los intrusos, el doctor Caspary, un vínculo especial. En ese vínculo reside uno de los mayores hallazgos de esta novela que también es excelente por la fuerza del paisaje, el escenario −claveteado con léxico marinero− y una tensión narrativa donde importa lo que va a pasar pero especialmente lo que está pasando mientras lo que va a pasar se aproxima, ocurre, llega y se concreta en la violencia ralentizada de un eficacísimo final en suspensión… Lo no dicho es tan significativo como esos diálogos de frase lapidaria: “Los amos dependen más de sus cautivos que los cautivos de sus amos.”
La cercanía entre Freytag y Caspary nace de “la perfección de lo que nos distingue”, según este último. Caspary detesta las trampas del orden, la rectitud y las rutinas de Freytag, la fidelidad a la verdad de los cuadernos de bitácora, la disciplina: un modelo de narración frente al que el doctor opone tres caras y tres vidas. Se trasviste, miente, manipula, delinque. Demonio, torcedura, imprecisión y omisión de lo importante. El polimórfico e inmoral Caspary se caracteriza con los atributos del relato seductor frente a Freytag como prototipo de ese santo laico al que mefistofélicamente Caspary intenta corromper: la promesa no es la inmortalidad, sino una jubilación en Mallorca.