La mala conciencia
En la orilla
Rafael Chirbes
Anagrama
437 páginas | 19, 90 euros
Decir que Rafael Chirbes maneja con excelencia el lenguaje es desmerecerlo: En la orilla es un ejercicio de vivisección sociohistórica y espeleología moral, en el que la consistencia de una prosa a ratos onettiana engulle a los lectores como la arena movediza del territorio pantanoso que forma parte del escenario de la historia: obra abandonada, luz que duele, materia orgánica que huele a podrido. El paisaje de esta novela opera como correlato de una generación que renunció a los sueños en favor de la voracidad. Chirbes escribe a través de un narrador cuya desesperanza y mala conciencia reflejan su doble condición de víctima y verdugo. La mala conciencia es el estigma de esos españoles que hoy rondan los setenta años y que quizá se preguntan qué pudieron hacer y no hicieron. O al revés. Chirbes no habla de la maldad como abstracción —no huye: el horror está aquí mismo— y define un punto de vista moral que se remata en un actualizado ubi sunt a la manera de Las coplas a la muerte de su padre. El paisaje es la Historia cristalizada en la naturaleza y, a su vez, cada personaje es la concreción en un cuerpo de la Historia. Este es el libro de una sociedad que, como la carne, se corrompe, agoniza y muere; la de un individuo que no puede entenderse más allá de la comunidad que lo construye: la de la utopía, convertida en distopía, del “todos ricos” de Felipe González, la de lo light —pensamiento y mayonesa— y la veladura interesada de violencia y desigualdad.
La pobreza se opone a la voracidad expresada a través de sus metáforas: comida, sexo, dinero… Uno es lo que come, pero también dónde y con quién lo come, porque la esencia no basta y, entre lo hortera y lo glamuroso, lo ostentoso y lo estentóreo, es necesario exhibir y a la vez camuflar la sangre de los mataderos con la limpieza hipócrita de una pechuga envuelta en papel film. Las representaciones de En la orilla remiten a un imaginario barroco —los humanos rebañan calaveras de animales—, reactivado en la iconografía de Soutine o Bacon, que resulta pertinente en una novela escatológica y materialista. Un bodegón. Principio y fin, amor y muerte, el alimento y lo fecal, ejemplifican un materialismo casi sacralizado. En la orilla podría ser un título de connotación religiosa: límite que se traspasa o se confunde, trascendencia y labilidad, canción de misa. El sentido del humor de Chirbes es sutil. Como su ternura: los perros abandonados, atropellados, torturados son también el calor que se transmite a las yemas, afecto y vulnerabilidad. La dependencia como palabra clave de este relato.
El sustrato literario y político que desencadena la escritura de Chirbes no descansa en la ética socialdemócrata de las buenas palabras. El retrato de las relaciones familiares, afectivas y laborales, como manifestaciones de la corrupción social y del absurdo inmanente al hecho de existir; el desmantelamiento de una carpintería contado desde la voz de un patrón que se niega a que sus asalariados le echen en cara sus cuentos de la lechera, pese a todo su pesimismo, no configuran un relato escéptico: no se toma la palabra para ejercer una catarsis, sino para sacar la desolación a la plaza pública y que esa desolación sea un acto. Chirbes se inscribe en la olvidada estética de los Max Aub del mundo y comparte, de algún modo, el marxismo, poético y cruel, de los que vivieron la guerra en primera persona: generación de la derrota y la bilis, pero también de esa lucidez del aguafiestas que tanto incomoda a los de las burbujas y la pechuga envuelta en papel film. La de los sofisticados catadores de vinos. La lucidez del aguafiestas se clava como astilla en la córnea del lector que busque amabilidades en la literatura. Esta lectura no es amable, sino imprescindible.