La mujer borrada
Querido Diego, te abraza Quiela
Elena Poniatowska
Impedimenta
96 páginas | 14, 95 euros
El título elegido por Elena Poniatowska es un resumen perfecto de lo que sigue: “Querido Diego, te abraza Quiela”.Un hombre amado. Una mujer que sueña su piel. Una despedida que se resiste a ser definitiva. Una historia de amor en una sola dirección. La de Angelina Beloff, pintora rusa exiliada en París y primera mujer de Diego Rivera, el pintor volcánico que podía ser frío como el hielo en asuntos de amor. Las cartas de la artista abandonada son una súplica sin destinatario, un diario de prisiones invisibles, una crónica del desamparo sin remedio que convierte un blusón colgado del clavo de la entrada en la mortaja de una ausencia: “conserva aún la forma de tus brazos, la de uno de tus costados. La tela rugosa me acompaña, le hablo”. Objetos inanimados cobran vida en quien espera, en quien se desespera, convertida ella misma en trazo fácilmente descartable: “Siento que también yo podría borrarme con facilidad”.
La declaración de principios no es banal: “Soy rusa, soy sentimental y soy mujer”. Y madre. Madre con una pérdida insoportable: cuando el hijo deja de estar, algo se derrite entre la pareja, como esa nieve enlodada que cubre un París aún mutilado por la guerra, donde comer un huevo duro es un placer y combatir el frío casi un imposible. Un París donde bulle la creatividad artística y que puede llevar de la exaltación del Louvre a la impotencia creativa de una mujer que fue artista antes de dejarse arrastrar por un amor sin límites. A las feministas no les gustó la novela: demasiada sumisión, demasiada adoración del dios masculino, demasiada dependencia. Es una declaración de amor total, sin fisuras, de sometimiento de la voluntad propia a las necesidades ajenas. Incluso cuando es el silencio la única respuesta sigue habiendo una preocupación por el otro, y también un arañazo de celos: “Me pregunto si comerás bien, quién te atiende, si sigues haciendo esas exhaustivas jornadas de trabajo, si tus explosiones de cólera han disminuido, una cólera genial, productiva, creadora en que te arrastrabas a ti mismo como un río, te revolvías desbordante, te despeñabas y nosotros te seguíamos inmersos en la catarata, me pregunto si solo vives para la pintura como lo hiciste aquí en París, si amas a una nueva mujer, qué rumbo has tomado”.
El dolor como atadura: “Mientras no tenga noticias tuyas estoy paralizada. Unas cuantas líneas me ahorrarían días y noches de zozobra”. El amor como mordedura: “Faltándome tú me siento frágil hasta en mi trabajo”. Pero la víctima siempre encuentra disculpas para quien la tortura, y las encuentra en su propia vocación: “La pintura es así, se le olvida a uno todo, pierde uno la noción del tiempo, de los demás, de las obligaciones, de la vida diaria que gira en torno a uno sin advertirla siquiera”. Y lo dice alguien hundido que “no solo he perdido a mi hijo, he perdido también mi posibilidad creadora; ya no sé pintar, ya no quiero pintar”.
A simple vista parece una novela de amor incondicional, pero entre líneas se retuerce el retrato despiadado de una autodestrucción que alimenta el reproche: “Diego no es un niño grande. Diego solo es un hombre que no escribe porque no me quiere y me ha olvidado por completo”. Quiela amó a un hombre egoísta, atormentado y tortuoso. Y necesita un consuelo que solo sus propias palabras le pueden dar: “Estoy segura de que me amaste”. Una ilusión que zozobra en las páginas amargas de una novela tan breve como intensa, tan brutal como delicada, tan dulce como hiriente.