La pasión moral
La historia del doctor Gully
Elizabeth Jenkins
Trad. Flora Casas
Alba
456 páginas | 22,50 euros
Elizabeth Jenkins, basándose en hechos reales —la crónica negra de la sociedad victoriana—, escribe novelas que se caracterizan por una complejidad psicológica que activa los mecanismos del morbo: Jenkins cuenta auténticas brutalidades como quien borda sobre un lienzo. Cuando leí Harriet —no haré el spoiler—, pensé que nunca había tropezado con una construcción más intensa sobre la crueldad. En La historia del doctor Gully un prestigioso médico inicia una relación con una paciente casada. Más allá de las claves de la novela de adulterio, nos encontramos ante una historia endemoniadamente inteligente sobre la dependencia: alcoholismo, hipocondría, higienismo —baños de asiento y potingues—, sexualidad cautiva, el cuerpo como espacio de adicción. El primer orgasmo de Florence se escribe con palabras que acalambran la piel. En La historia del doctor Gully la dependencia no es solo física: ¿es posible influir en otra persona o, quizá, dicha convicción es ingenuidad y acto de engreimiento? La horrenda inquietud que une gallinas y huevos: el no saber si las dolencias corporales provienen de la mente o es la enfermedad física la que mina el equilibrio psicológico. Dependencias. La angustia de la doble lectura y de que la causa no preceda al efecto. Desorden lógico y sus repercusiones en el orden moral. La sospecha de que la enfermedad es comunitaria.
Los dobleces definen las narraciones de Jenkins, que le da vueltas al límite de la responsabilidad en las sociedades donde el erotismo es tabú y las vías de escape del individuo están viciadas. Violencias en la violencia y, de nuevo, el dilema de si los criminales merecen compasión o castigo. Jenkins retrata un mundo sucio y, a partir de una anécdota que en apariencia aborda el inmerecido derrumbamiento de una reputación, nos coloca en un disparadero: no sabemos si el retrato de Gully es hagiográfico o si nos enfrentamos a la personalidad del verdugo; si Gully educa y libera a Florence o la deprava. Ignoramos desde qué mentalidad Gully puede ser una figura edificante: aunque inicia a una mujer joven en placeres prohibidos por una sociedad pacata e intenta vivir al margen de las convenciones pero respetando las apariencias, también es cierto que ella es su paciente. Gully desconfía de las agresiones sexuales denunciadas por mujeres. El personaje es un santo higienista sobre cuyo rostro venerable se superpone la mueca del sátiro. Estamos con él y contra el mundo y, de repente, nos alejamos… Florence cobra una fuerza inusitada que crece en paralelo a la habilidad para construir una trama en la que cada detalle es una miguita para encontrar el camino de vuelta. Asistimos al cambio pautado de la percepción de los caracteres y, en las triangulaciones de vínculos eróticos, puntos de vista y focos narrativos, prevalece la resbaladiza mirada de Jenkins. Los factores climáticos de la trama se demoran: la pasión y su desgaste en una sociedad hostil parecen tener más relevancia que el desenlace criminal. Pese a esa fractura de las expectativas de género, el libro se devora con morbosa avidez. La coreografía víctima-verdugo que enlaza a Gully con Florence, el quién domina a quién, no es un paso a dos, sino otro triángulo: el vértice es una sociedad insana en la que Jenkins, con un tono vintage, nos obliga a entrar melifluamente. Parece que leemos un relato victoriano, pero estamos ante un texto escrito en los setenta cuando la labilidad del juego moral y las posibilidades de que los velos marquen los contornos voluptuosos se multiplican. La distancia nos ofrece elementos de juicio y, a la vez, con impecable coherencia literaria nos incita a actuar como lectores-jueces tanto de la narración, como de lo narrado.