La primera edad del hombre
Innumerables obras literarias han prestado atención a la infancia, paraíso de la inocencia para unos, tiempo doloroso para otros. En ese territorio conocido y a la vez enigmático se adentra también Antonio Soler en Una historia violenta. La incursión resulta lógica en el narrador malagueño porque se presta muy bien a poner en juego algunos registros consustanciales a su ya amplia obra. Dos sobre todo. Por una parte, la memoria, que en sus relatos tiene el papel de filtro desde el que se analiza la historia novelesca. Por otra, los conflictos mentales, que dan pie a densas exploraciones de corte psicologista, incluso cuando parece que la anécdota se interesa por la recreación histórica, como ocurre en Boabdil, y menciono este muy reciente título para señalar el carácter bastante unitario de su escritura, aunque pueda parecer un autor de temática dispersa.
Puestos de nuevo en juego esos intereses, Soler recrea ahora una estampa infantil en apariencia costumbrista. El costumbrismo no es, como tantos entre nosotros quieren, baldón con el que menospreciar una escritura anticuada. Puede serlo, pero no cuando consiste en proporcionar una materia humana y geográfica precisa sobre la que levantar un buen conflicto, como ocurre en esta ocasión. Además, la vigilancia artística de Soler evita los límites más romos del localismo. Porque la descripción verista escapa del tipismo folklorista (aunque acredita unas inusuales dotes de fino observador y seleccionador de lo distintivo) gracias a un realismo poético, consecuencia de la utilización de imágenes y de una adjetivación creativa. Y porque el espacio y el tiempo identificables (la tierra natal del autor en una acotación próxima a la costa y una época contemporánea todavía reciente) son a la vez un escenario algo impreciso, genérico, casi la atmósfera para emplazar la metafórica historia violenta a la que se refiere el título.
Por respetar el aliciente de la gran sorpresa con que se cierra el argumento, y cuyo desvelamiento aguaría la lectura aunque no se trate de un relato de suspense, callo el desenlace de la novela, que no es un golpe de efecto sino la consecuencia terriblemente lógica de lo que se va fraguando a lo largo de la trama. Esto son las relaciones de varios niños de escasa e incierta edad referidas por uno de ellos, protagonista y relator de sus andanzas pretéritas. Un gran acierto formal reside en este narrador que compagina sin el menor desajuste la inocencia de la mirada infantil y el punto de vista retrospectivo que implica un juicio moral sobre los sucesos. Los sucesos son en sí mismos poca cosa, carecen de episodios llamativos. Una inesperada agresión de un niño a otro alerta de la conflictividad que bulle bajo el cotidiano transcurrir de los días. Certeros trazos levantan una punta del velo de las diferencias sociales. Dispersas insinuaciones dejan ver el difícil trato entre las personas. También afloran pulsiones del seminal misterio de los sexos. Nada llamativo en apariencia. Sin embargo, las aguas estancadas recubren un volcán de agravios, que un día se hacen presentes y cuyas dramáticas consecuencias muestra el autor.
Esta labor de exploración en el territorio de la primera edad del hombre no diría yo que sea en última instancia la que motiva a Soler. Creo que alusivamente va mucho más allá. Pienso que esta historia de niños que habla de cómo se larvan las enfermedades del alma ha sido concebida como una reveladora alegoría de las razones recónditas que mueven el comportamiento de nuestra especie.