La sangre que riega los campos
La tierra que pisamos
Jesús Carrasco
Seix Barral
272 páginas | 18 euros
La primera novela de Jesús Carrasco, Intemperie (Seix Barral, 2013), cautivó a una crítica especializada que quiso ver en este autor extremeño al sucesor de Miguel Delibes, una idea que se repitió hasta la saciedad sin duda por el hecho de que la obra estaba ambientada en un entorno rural, algo que, en aquel entonces, no era habitual en nuestro universo literario. Inmediatamente después aparecieron otros títulos de características similares, como Lobisón de Ginés Sánchez, El niño que robó el caballo de Atila de Iván Repila, El bosque es grande y profundo de Manuel Darriba, Es un decir de Jenn Díaz y Por si se va la luz de Lara Moreno, pareciendo que se alumbraba un fenómeno editorial, el de la ‘literatura neorrural’, que a la postre no llegó a cuajar pero que, en cierto modo, interrumpió la deriva estética que la narrativa española tenía hasta ese momento.
Con todo, algunos críticos señalaron ya en aquel momento que, pese al impacto que causó la aparición de Intemperie, la novela delataba la inexperiencia de su autor, opinión que, debo reconocer, yo mismo compartía. Aquel libro no llegó a interesarme como artefacto literario, aunque sí como fenómeno editorial, y antes de emitir una opinión pública, preferí aguardar a la aparición de un segundo libro que confirmara o denostara a su autor. Y ahora, cuando dicha publicación ya ha tenido lugar, no tengo ningún reparo en reconocer que mis reticencias han desaparecido y que, detrás del ‘fenómeno Carrasco’, hay un pedazo de escritor. Porque La tierra que pisamos es un novelón de padre y muy señor mío.
Anclado igualmente en ese realismo de ambientación rural que parece estar convirtiéndose en marca de la casa, La tierra que pisamos plantea una ucronía situada en los amaneceres del siglo XX. España ha sido anexionada a un Imperio cuya capital queda desdibujada —aun cuando no resulte difícil situarla en Alemania— y sus habitantes se han convertido en una suerte de parias que viven dominados por unos colonos que han transformado nuestro país en su lugar de retiro. En este contexto posbélico encontramos a un coronel ya decrépito que se ha instalado en un pueblo extremeño con su mujer, la cual, acostumbrada a vivir entre oropeles e ignorancias, se enfrentará a una cruda realidad cuando descubra que su tranquilidad está construida sobre el dolor de los pueblos aplastados por el Imperio. La aparición del antiguo propietario del caserón donde ahora vive el matrimonio, así como el descubrimiento de la suerte que corrieron los habitantes de ese mismo pueblo, abrirán los ojos de la señoritinga y le harán comprender que su mundo de porcelana se alza sobre una charca de sangre.
Pese a los evidentes vínculos con la literatura sobre el Holocausto judío, La tierra que pisamos merece también ser leída atendiendo a esa Ley de Memoria Histórica que tantos quebraderos de cabeza está trayendo a los descendientes de los represaliados por el franquismo, aun cuando su anclaje en el universo ucrónico permita al autor enmascarar dicha temática. Carrasco es lo suficientemente inteligente como para lanzar su mensaje sin siquiera mencionarlo y con esta estrategia convierte su novela en un artefacto tan local como universal. Por último, indicar que, aun cuando la historia esté ambientada en el campo, no debemos señalar a Delibes como padre espiritual de Carrasco, y en todo caso, si tuviéramos que buscar algún vínculo literario, sería mejor mencionar a Gonçalo Tavares (el hombre desorientado en un mundo que ya no le pertenece) y a Ricardo Menéndez Salmón (novela sobre el horror).