Los ángeles adolescentes
El color de los ángeles
Eva Díaz Pérez
Planeta
352 páginas | 20 euros
Aparece en la estupenda colección Autores Españoles e Iberoamericanos de Planeta una novela que vale, no su peso en oro —porque la obra, que tiene 350 páginas no pesa demasiado—, sino el peso en oro de lo que pesa la totalidad de ejemplares que componen la primera edición de la novela. Y digo esto porque hacía tiempo que no me encontraba con un artefacto narrativo tan bien escrito, tan bien hilvanado y tan bien ejecutado como esta incursión de Eva Díaz Pérez en la biografía del sevillano Bartolomé Esteban Murillo con ocasión del cuarto centenario de su nacimiento. En efecto, Murillo nació a orillas del Guadalquivir en 1617 y murió en la misma ciudad en que había nacido sesenta y cinco años después, en 1682. En enero del año de su muerte cayó de un andamio al que había subido para experimentar con el azul atlántico imposible que necesitaba para terminar la esquina de gloria de sus Desposorios de Santa Catalina, y desde su caída no hizo más que acercarse más y más a la muerte, que tendría lugar tres meses después, cuando el ruido del mundo —glosando a Eva— dejó de sonar para él y se convirtió en ese silencio que nadie como él supo pintar en sus maravillosos cuadros.
La caída del andamio de Murillo me era conocida desde hace muchos años. Un profesor de Historia del Arte, en mi remoto bachillerato, me la había contado en clase, aludiendo a que la caída le produjo una serie de hemorragias internas que acabarían produciéndole la muerte, pues “por su mucha honestidad” —Palomino scripsit— no se dejó reconocer por los médicos, lo que impidió que estos pudieran hacer algo por él. Es la leyenda que ha circulado siempre sobre el óbito del maestro, leyenda que Eva Díaz Pérez acepta tan solo parcialmente, relacionando al pintor con un médico, el doctor Sigüenza, que conocía perfectamente a Murillo sin ropa y que atendió a la familia desde los días terribles de la peste en Sevilla (1649), que tanto dolor trajo al artista y a su esposa —desde 1645— Beatriz de Cabrera, pues les robó la vida de sus tres primeros hijos. Con todos los datos proporcionados por la abundante literatura científica suscitada por Murillo en los tres últimos siglos, Díaz Pérez ha urdido una novela de una delicadeza y una pericia tales, que su lectura se convierte en una de las operaciones más deliciosas que ha podido uno llevar a cabo en los últimos meses.
Sobre la vida del pintor hispalense, sencilla y poco pródiga en hazañas de alto copete, ha entretejido un plot muy sugestivo sobre los “ángeles” adolescentes que demandaban los pervertidos sevillanos de la época para su solaz licencioso, jugándose literalmente la vida en ese trance, pues la sodomía estaba castigada con la hoguera. Un esclavo mulato y el aprendiz más aventajado del pintor andan involucrados, en mayor o menor grado, con la cofradía pederástica de Rochela el Zurdo, y son estas peripecias de ambos las que prestan al relato un ritmo argumental más aventurero, que contrasta de modo magistral con las reflexiones, de un marcado carácter lírico y filosófico a la vez, atribuidas al protagonista de la novela, que acribillan El color de los ángeles con loci memorabiles como este: “Murillo sabe que para pintar el cielo no tiene más remedio que mirar al fango de la tierra, lleno de inmundicias y de sangre sucia. Y que nada malo hay en ello”. Como memorable es también el encuentro en Madrid de los dos genios sevillanos, Murillo y Velázquez, y el consejo de Diego a Bartolomé: “Pinta el aire, querido amigo. Pinta el instante. Pinta el silencio. Solo así encontrarás la gloria inmortal que buscas”.
La invención de personajes como la abnegada esclava Juana, el duque bujarrón o la duquesa encantadora, amplían el radio de acción narrativo y lo enriquecen con unos caracteres inolvidables. Una novela, pues, la de Eva Díaz Pérez hecha para instruir y deleitar al mismo tiempo y, sobre todo, para permanecer, pues es con voluntad de permanencia como se ha escrito esta excelente muestra de la mejor prosa española contemporánea.