Los huérfanos de Konglund
El séptimo niño
Erik Valeur
Trad. Juan Mari Mendizábal
Maeva
752 páginas | 25, 90 euros
Hace no mucho Carlos Vermut señalaba que Maléfica, protagonizada por Angelina Jolie, era una película interesante por sus reminiscencias lésbicas. Coincido con Vermut en el juicio de valor y añado la reflexión que la cinta de Robert Stromberg propone sobre la maternidad, la protección, la adopción, la genética confrontada con el proceso educativo. Una empresa parecida acomete el periodista danés Erik Valeur en El séptimo niño: Magna, una especie de Maléfica reconvertida en directora de un centro de acogida infantil y gestión de adopciones, expulsa de sus dominios al personaje cuyo apodo es el Rey Absoluto. La novela se llena de referencias a esos cuentos infantiles (La niña que pisó el pan, Pulgarcita…) que son metáforas radicales de la sexualidad y de los vicios y pecados de la vida adulta. Valeur aborda el asunto —psicológico y personal— de la adopción y el asunto — sociológico y político— de los refugiados tamiles en Dinamarca. La mercantilización de la figura del niño está presente en ambos casos. El lector deduce que también existe en ambos casos un paternalismo despótico y repugnante, orquestado por los medios de comunicación.
El séptimo niño sintoniza con las inquietudes de escritores nórdicos como Mankell y su denuncia de la pudrición de la socialdemocracia sueca, del choque Norte-Sur, de la caritativa demagogia del primer mundo. También sintoniza con el tema de los niños robados y la memoria histórica. Para contar todo esto, Valeur articula una trama que hará las delicias de lectores que aprecien las habilidades narrativas de Agatha Christie. En un ejercicio de síntesis, se apela a Andersen, los hermanos Grimm, a esa modalidad del best-seller protagonizada por periodistas de investigación de la candente actualidad y, sobre todo, a los resortes de una novela enigma que Valeur conoce bien: trampas de la narración, anticipaciones, símbolos siniestros —canarios con el cuello roto—, y cuentos infantiles, la importancia de cómo se pintan las paredes, la posibilidad de transferir un ADN asesino, máscaras y revelaciones de identidades ocultas, reuniones de sospechosos que se reencuentran con el lado más turbio de su pasado, la sexualidad malsana, espejos rotos que devuelven falsos reflejos, lo torcido como metáfora de mal.
Puede que el mayor hallazgo de El séptimo niño sea la voz narrativa: Inger Marie Ladegaard me recuerda al jorobado inmortal que les hurta a los dioses el don de la omnisciencia en Bomarzo. La palabra y la minuciosidad, el sensualismo en la escritura, surgen de una herida. Marie es una narradora excelente porque se nos descubre como una excelente observadora, una espía profesional capaz de impostar voces —cecea cuando piensa en la espástica Magdalene— y perfeccionar el arte de la ventriloquía. La lección metaliteraria de una novela que no lo es radica en el subrayado del artificio y la manipulación implícitos al arte. Valeur, más allá del virtuosismo de su trama y de los libros metidos dentro de libros —la impronta posmoderna y cervantina—domina una prosa visual muy efectiva en el traumático episodio que Orla, otro niño, vive en el pantano. La propuesta de El séptimo niño complacerá a los agathochristianos que se relamerán cada vez que reconozcan uno de esos retorcidos —y reiterativos— recursos de la escritora de Torquay. Valeur cita algunos títulos de Mrs. Christie que enseguida colocarán sobre la pista al lector avezado. Por su parte, el lector que no la haya leído se va a sorprender y tal vez se decida a abrir las páginas de novelas tan magníficas como El asesinato de Roger Akcroyd, Maldad bajo el sol o La casa torcida.