Los ritos del silencio
Quédate con nosotros, Señor, porque atardece
Álvaro Pombo
Destino
256 páginas | 18,90 euros
Esto no es El nombre de la rosa ni Pombo juega a ser el eco de don Umberto colándose cual Sherlock en un convento trapense de Granada donde habita el misterio. Sus tiros van por otra parte y la investigación no es en su caso un fin sino un medio: una palanca para remover el mundo. Un monje se ahorca y el prior lo declara muerto. Lo que no puede evitar es que el trágico suceso cause un terremoto emocional a los cinco miembros de la comunidad religiosa y que despierte sospechas en la prensa. A eso añadimos que un intelectual se mete donde no le llaman para averiguar las verdaderas razones de ese suicidio y poner en circulación el diario del fraile.
A Pombo le seduce la idea de mostrar el impacto que las maniobras orquestadas en la oscuridad por el poder, en este caso el prior, tienen en la vida cotidiana de la comunidad. En un universo tan cerrado donde la armonía, la oración y la fe son el plan nuestro de cada día, semejante irrupción de las artimañas manipuladoras de un superior se convierte en una prueba de fuego para unas almas tan vulnerables. Son habitantes de un reino “inverosímil” que sobreviven gracias a su devoción, a sus palabras de creyentes sin fisuras. Pombo está al acecho de sus temores, de sus penas, pero sin permitirse la osadía de juzgar y sentenciar. Es más: su novela tiene más preguntas que respuestas, más incertidumbres que certezas a las que aferrarse. Lo dejaron todo para creer, y, de repente, la realidad les pone una soga de duda al cuello. Para adentrarse en ese laberinto Pombo va al grano con precisión en las descripciones, en el diálogo lleno de cargas de profundidad, en el despliegue de arsenal intelectual con el que fortalecer su andamiaje literario. Muy significativo es el momento en que se conoce el suicidio: breve y rotundo, un trallazo en página y media de sutil crudeza.
Los monjes no son ni héroes ni santos, son frágiles y son mortales. Libres pero cautivos. Amenazados por el cepo en que se puede convertir la vida espiritual. Y para romper el espejo que deforma la realidad, el suicidio de uno de ellos se convierte en una especie de sacrificio “para explicarnos que éramos […] vulgares monjes que han adoptado ritos y palabras hermosas para ocultar a Dios, el inasible, el feroz, el compasivo”. Pombo desarrolla su novela con una libertad absoluta de quien ya no tiene que rendir cuentas a nadie, y eso la hace imprevisible y a veces saludablemente desconcertante, minada por un humor socarrón que explota cuando menos se lo espera el lector, y con un empleo audaz de materiales narrativos que resultarían inflamables en otras manos menos hábiles, como el uso de oraciones católicas en endiabladas andanadas dialécticas, el engarce fluido con el ensayo dentro de la narración, los cambios de ritmo o el juego de los puntos de vista para aproximarse lo más posible a sus criaturas. Y la irrupción sugerente de dos personajes femeninos de costuras claramente pombianas como Mariana de Mansilla y Laerte, y su acompañante Margareta, sirve para enriquecer la propuesta de un escritor con tal dominio del oficio que es capaz de pasar de la reflexión filosófica más grave y solemne a un chispazo de habla popular sin que el sinuoso convoy descarrile.
Al final, lo de menos es encontrar causas, motivos, razones. La trama importa pero al servicio de un estilo reconocido y reconocible. La interrogación alimenta más que las exclamaciones concluyentes y a partir de ahí Pombo profundiza como quien no quiere la cosa en los grandes enigmas del ser humano, incluidos los de la creación literaria. Y lo hace sin malvender su alma al diablo de las modas o los imperativos comerciales: a su manera, divinamente.