Novela para perplejos
La seducción
José Ovejero
Galaxia Gutenberg
224 páginas | 18 euros
José Ovejero (Madrid, 1958), escritor prolífico y ejemplo vivo del policultivo literario (se ha defendido en casi todos los géneros, desde el cuento a la novela, del teatro al ensayo, de la poesía a la crónica de viajes, además de ejercer como profesor en la Escuela de Escritores) ha escrito una novela, La seducción, la segunda que publica en Galaxia Gutenberg tras Los ángeles feroces (2015), de trama en apariencia simple pero capaz de sembrar el desconcierto en el lector.
Hacer dudar al lector, que no sabe adónde le conducirá el relato y que sospecha que es víctima de una broma metaliteraria, es decir de una trampa de palabras contra la que no hay defensa posible, puede ser resultado, uno, de las deficiencias de la novela, que no acaba de encontrar una estabilidad verosímil sobre la que establecer un pacto de lectura, o, dos, de una determinación deliberada que apuesta precisamente por la ambigüedad y el equívoco, una especie de artefacto líquido al estilo del citadísimo Zygmunt Bauman o un juego cerebral a la manera de Nabokov: un novelista que escribe una novela de alguien que escribe una novela, etcétera. Ovejero está más cerca del segundo supuesto que del primero pues no cabe duda ni de la intencionalidad turbadora de su libro ni del placer que encuentra en ejercitar ese tipo de escritura que navega en una trama ondulatoria y movediza.
El argumento se puede contar de muchas maneras. Probaremos con una. Un escritor maduro atrapado en la indolencia acepta convertirse en el consejero de un chico que, para más señas, es hijo de un colega de mayor relieve y de una mujer que fue en otros tiempos su amante ocasional. Un día unos desconocidos propinan al joven una brutal paliza que lo deja malparado y con tremendas secuelas. Ariel, el escritor, acude al hospital a velar su mejoría. Una vez recuperado, David reanuda su relación con su mentor y le propone, con la ayuda de su novia, Alejandra, buscar a los agresores y darles su merecido. Ahí comienza el ambiguo juego de seducción para convencer a Ariel de que ejerza de justiciero brutal y se destroce los nudillos o se abra la cabeza dando mamporros a los ignotos agresores de su amigo. Pero David, a esas alturas, ya es otro, y su juego de sugestión parece, más que una simple venganza, un oscuro pulso entre su poderosa voluntad juvenil y la blanda resignación de Ariel, un tipo decadente que se traga el señuelo cautivador de Alejandra y que se transforma en matón a cambio de espejismos.
La novela enseña sus intenciones desde el principio. Avanza como una lengua de mar con constantes flujos y reflujos, y hasta bien avanzada el lector no sabe cuál es su tema central: unas veces parece que es un pulso entre la juventud y la madurez; otras, el enfrentamiento entre un novelista fracasado y otro de éxito; en cierto momento el lector cree que va a derivar en un caso de maltrato escolar pero también resulta una pista falsa que pronto es abandonada. Además Ariel, el escritor fracasado, se entromete y nos hace una confidencia que parece un recado del propio Ovejero: “Me ha sucedido iniciar una trama sin sentirla, empezar a mover los personajes de un sitio para otro, ponerlos a afirmar esto y aquello (…). Las cosas van sucediendo pero no tienen que ver con nosotros (…). Y de pronto algo capta nuestra atención, algo que dice o hace un personaje” y el hilo encuentra su sentido.
La ambigüedad inicial se extiende hasta el final: ficción y realidad se funden, el relato y su desmentido también, y la novela ya no es la novela de Ovejero ni tampoco la novela de Ariel en la que cuenta su relación con David sino un apócrifo. Y así, temblorosa y dubitativa, confusa y vacilante, sembrando la perplejidad, la trama acaba como la esencia líquida de una ola.