Padres e hijos: nueva historia de Saturno
Retrato del vizconde en invierno
Álvaro Pombo
Destino
256 páginas | 19,50 euros
Alvaro Pombo (Santander, 1939) podría ser, de alguna manera, nuestro Henry James. Es un maestro del estilo literario y un hábil constructor de atmósferas, uno de esos novelistas que saben crear entramados psicológicos y una fauna de personajes muy dispares, sutiles, gamberros, provocadores, incomparables, a veces próximos a la santidad pagana. El autor de El metro de platino iridiado (1990) es narrador, ganó el Premio Planeta en 2006 y el Nadal en 2012, y poeta, y quizá quepa decir que es un forjador de lenguaje tan desinhibido y seguro que igual emplea el juego de palabras que la nota vulgar dentro de una precisa y elegante prosa, destilada con paciencia y lujo. Quizá haya en él mucho del refinamiento y la provocación de Oscar Wilde.
Su nueva novela, Retrato del vizconde en invierno, es un libro donde desarrolla un universo que siempre le ha interesado: los interiores de la burguesía y la aristocracia, la narrativa de atmósferas y de estados de ánimo, las paradojas de la vida intelectual y la relación con su sociedad, y las inclemencias de familia. Esta es una novela también sobre la relación padres e hijos (¿quién engendró a quién?, se pregunta el narrador), y la sorda disputa de dos intelectuales que quizá se vean, a pesar de sus lazos, como dos adversarios. Como si entendiesen que el uno oscurece al otro. Horacio es un intelectual posorteguiano, un hombre con muchas aristas que parece estar de vuelta de todo y haberse retirado a una existencia sigilosa en su apacible casa con vistas al Retiro. Con él, en una extraña ociosidad —amenazada por puñales de sombra, por una hiriente lasitud que oculta tanto como muestra—, viven su hija Miriam y su hijo Aarón. Ella es una mujer a la deriva, desubicada, un poco presa del sinuoso cura Ildefonso, y él, Aarón, es un escritor que acaba de ganar el Nadal con una novela sobre su madre, Espalter, en la que no aparece el vizconde, es decir su padre; Aarón vive una relación sosegada con Lucas. El otro personaje en discordia es Lola Rivas, veinte años más joven que Horacio, del que es amante. Ella está ahí porque quiere, quizá más por lealtad y cariño que por pasión, porque el vizconde, sensual y procaz antaño, tiene registros de vampiro: “Es de suponer que el poderoso y noble hipnótico la deja hasta sin sueños”, se dice.
Como el protagonista, que es paradójico y contradictorio, déspota y engreído, tan irritante como vulnerable, está a punto de cumplir ochenta años, sus familiares deciden regalarle no una gran fotografía sino un retrato: “Un buen retrato fija la multiplicidad vacilante, un retrato consagra. Solo el arte sobre la tierra consagra y celebra. Los ochenta son una buena edad. A esa edad todavía somos reconocibles. Lo seremos, espero”.
Con el pretexto de ese retrato, que se ejecutará en invierno, Álvaro Pombo escribe una novela psicológica y reflexiva, una novela de ideas y de seres, discursiva, de esas que despliegan un mapa de emociones, resentimientos, apuntes sociológicos y secretos de estirpe, en la que también habla de la vejez, del paso del tiempo, de la creación, de los diletantes y de un rencor que aletea como un pájaro empecinado. Goya pintó hace dos siglos este cuadro saturnal y esta ira soterrada. Y Pombo, libre, desenvuelto y burlón, le otorga una música despaciosa, de turbulencias sofisticadas, y una partitura de palabras con su peculiar brillo, con esa ironía malévola que hace pensar en Torrente Ballester.