Por un realismo autónomo
Connerland
Laura Fernández
Random House
458 páginas | 20,90 euros
Sugeriría al interesado por Connerland que empezara por el final, por la lista de “Dramatis personae” que Laura Fernández, con su innegociable voluntad de subvertir rasgos literarios canónicos, organiza en Starring, Also Starring y Guest Stars. En el estupefaciente inventario de 120 nombres encontrará abundantes portentos: representantes de fantasmas y cazafantasmas; una aprendiz de bruja; un lugar, Ahí Arriba (una especie de otro mundo tras la muerte), con un mostrador de ADMISIONES y un listín telefónico; Correctores dedicados a corregir los errores que puedan producirse en el Destino de una persona; varios personajes de novela con entidad de seres reales, o, en fin, entre más prodigios, Leslie, una planta carnívora cuyo dueño sueña con viajar con ella por el mundo.
Considero conveniente comenzar por esta disparatada nómina porque tiene un efecto de inmersión en una realidad estrambótica que prepara, como si fuera un ejercicio de adiestramiento, para el loquísimo mundo que vamos a encontrar. La novela se abre con una dedicatoria a Kilgore Trout. Recurro a Wikipedia y averiguo que es un ficticio novelista, un personaje del narrador norteamericano Kurt Vonnegut que escribe novelas sobre percepciones extrasensoriales y hechos insólitos. Nos enfrentamos, pues, desde la primera página a un puzle de libérrimos fantaseamientos y sucesos peregrinos a los que no resulta fácil encontrar razón, sentido o finalidad.
De hecho, no distingo línea argumental o discursiva alguna en el libro. Tan solo percibo una anécdota discontinua que hilvana la trama narrativa. Se trata de la muerte, electrocutado con su secador de pelo, de Voss Van Conner, un escritor de ciencia ficción, autor de 117 novelas y millares de cuentos (el mismo número de obras que escribió Kilgore Trout). Este autor fracasado, a quien no se ha hecho ningún caso en vida, genera una disputa entre editores para hacerse con los derechos de unas obras hasta ahora despreciadas. El núcleo anecdótico formado por el autor, por editores, por sus lectores y los de otros escritores de ciencia ficción y narrativa popular funciona como un imán que atrae numerosos personajes y sucesos estrambóticos, sin lógica ni causalidad, pero no por impericia de la autora sino a propósito.
Fernández se trae un jugueteo literario entre reivindicativo y malicioso que habla de la pasión redentora de la escritura, del éxito fraudulento y de la desmitificación del fracaso. También pone en cuarentena a los autores minoritarios. La simpatía hacia los inventores puros de mundos cuaja en la sugestiva ideación de un “parque temático” llamado “connerland” donde el visitante pueda convivir con el vasto planeta de la ficción. Y la novela entera es un gozoso y caótico —también algo desmesurado— centón de tópicos y rasgos de la fanta ficción, el cómic, el pulp, el manga o las historietas de consumo. Al implícito menoscabo de la alta literatura le acompaña una original prosa, desobediente a las normas académicas y creativa (innumerables onomatopeyas y signos exclamativos, y variadas transgresiones tipográficas).
Laura Fernández muestra su complicidad con los creadores de ficciones absolutas y ella misma compone una historia autónoma nada inocente. Su intención es formular un nuevo realismo a causa de su desconfianza o rechazo del canon tradicional realista. El disparate intencionado de Connerland es la respuesta a su creencia de que no tiene sentido competir por copiar algo que ya existe. Este atrevido reto y el arrojo rupturista colocan a Laura Fernández entre nuestros escritores más atractivos del momento presente.