Qué rara es la cotidianidad
Mudar de piel
Marcos Giralt Torrente
Anagrama
240 páginas | 17,90 euros
Qué raras las familias cuanto más pequeñas son, qué imprevistos y fuertes son los lazos que tejen al bies”. Esta frase de uno de los relatos, “Sombras que reverberan”, resuena de alguna manera en toda la lectura de este libro. Sombras que reverberan podría haber sido un título incluso más esclarecedor que Mudar de piel. Los protagonistas mudan de piel porque se les cae a tiras.
Es un libro al que cuesta entrar porque no muestra su propósito de manera clara y uno avanza en la lectura sin saber a dónde va. Este es el inconveniente del libro y también su acierto. Esto —para bien y para mal— no es entretenimiento, ni thriller ni serie de la HBO: es literatura. Es al paso de las páginas que esas sombras que reverberan van mostrando sus contornos. Y acabamos por encontrar el hilo y querer seguir leyendo. No por llegar a alguna parte, sino para no llegar, para quedarnos en esa atmósfera de vidas incompletas que plantean sus historias y nos atrapan. Llamarles relatos, es en este caso un corsé estrecho. Uno tiene la impresión de asistir a fragmentos de novelas, o mininovelas enteras. Siempre hay un personaje que nos habla en primera persona y nos mete de cabeza, con pocos preámbulos, en su propia vida. No son vidas pirotécnicas, sino vidas corrientes que, precisamente por eso, muestran todo el potencial de su extrañeza. Uno de los nexos que unen estas historias es la ausencia, especialmente del padre o la madre, y sus consecuencias. Muchas de las relaciones entre padres e hijos son fallidas, torpes o desenfocadas y nos dan la medida de que la realidad es un tapiz deshilachado y lleno de rotos.
En la historia que abre el libro, Lucía conversa con su hermano (han perdido a su madre y su padre llena el hueco con un voluntarismo torpe e insuficiente). Él le habla de “familias normales”. “ninguna lo es”, le responde ella con clarividencia. En el debe del libro quizás estaría el exceso retórico en algunos diálogos que no suenan a calle (sobre todo en los de este primer cuento). El protagonista de “Rendijas, islas” vive los pocos momentos de cercanía con su padre como fogonazos: “o atraviesas las incertidumbres de la vida, aunque sea a costa de cerrar los ojos, o te recreas en el malestar. Pero el daño acaba por salir, también eso he aprendido”. En “Abrir ventanas” el protagonista es escritor (no es el único a lo largo del libro), pero sobre todo es un padre que ve crecer a su hija sin madre y trata de no perder el hilo con ella, que se está haciendo mujer. Hay hijos a los que los roces de los padres y las ausencias vuelven ásperos, como el protagonista de “Un refugio imprevisto”, un chico con más dinero y niñeras que cariño, dispuesto a no pasarle ni media a su madre, que por su profesión de teatro ha de ausentarse en exceso. Hay otros hijos más vulnerables, como los hermanos del espléndido relato, una novela en miniatura, que da título al conjunto: “Mudar de piel”. Aquí el padre recuerda a esos padres inventores, soñadores y desastrosos de las novelas de Luis Landero. Vemos el pasado caducar al querer hacerlo presente en esa amistad que ya no es posible al paso de los años en “Preservar mejor el recuerdo” y ese cierre agridulce de “Baker y margaritas”, donde el protagonista acarrea con sus contradicciones a ratos como un fardo y otras como una bendición y se nos dice que “el porvenir arranca a contrapelo”. Y es que en estos relatos el pasado tiene un peso decisivo que hace que el futuro más que transcurrir, cuele por las rendijas como pueda. Un libro de una textura de seda que muestra los muchos rotos de la tela de todas las vidas con elegancia y sin aspavientos.