¿Quién quiere vivir siempre?
El imperio de Yegorov
Manuel Moyano
Finalista Premio Herralde
Anagrama
192 páginas | 14, 90 euros
Comentaba recientemente un escritor de cierto renombre que la novela actual ha perdido el pulso con las series de televisión en una de sus vocaciones elementales, la de entretener, por lo que convendría dirigir los esfuerzos literarios hacia propósitos de diferente calado. Puede que no le falte razón, sobre todo en cuanto al atractivo irresistible de las teleseries, pero tampoco parece que los novelistas se hayan dado por vencidos. El último en brindar una obra de puro entretenimiento es el cordobés Manuel Moyano, y el hecho de ser finalista del premio Herralde ha venido a reconocer su empeño.
El autor arranca su ficción con un miedo muy corriente, el de ser portador de algún tipo de parásito —como seguramente lo somos todos aquellos que hemos cometido la imprudencia de ingerir alguna vez comida japonesa— para desarrollar una enrevesada historia, jocosamente inverosímil a ratos, y poblada por múltiples personajes que se van acoplando como piezas de un puzle más o menos compacto. Todo comienza cuando un miembro de una expedición antropológica que estudia a una tribu de Papúa-Nueva Guinea regresa a casa albergando en su organismo un extraño gusano que amenaza su salud, y al mismo tiempo trae consigo el secreto para neutralizarlo, puesto que expulsarlo parece imposible. Lo que no sospecha entonces es que las propiedades terapéuticas de dicho tratamiento van mucho más allá de lo que podía imaginar.
A través de capítulos que cambian continuamente de narrador y de registro, del diario íntimo al diálogo dramático, pasando por la literatura técnica, epistolar o periodística; y con mucho de ejercicio de estilo en manos de un narrador en forma —no olvidemos que Moyano ha publicado varios ensayos antropológicos, así como varias obras que acreditan su dominio de las distancias breves—, la novela nos va llevando por coyunturas diferentes, jugando siempre con escenarios catastróficos: primero la epidemia, luego la codicia del mercado farmacéutico (en su doble dimensión, sanitaria y cosmética), más tarde la competencia y por último —y no creo estropearles ninguna clave—, la guerra.
Afirma Moyano que escribió el primer borrador de El imperio de Yegorov en apenas dos semanas, y no hay motivos para desconfiar de ello. La novela tiene más de pura habilidad que de pretensiones de alta literatura o poso filosófico, lo que no impide que el lector, además de pasárselo bomba, se haga algunas preguntas trascendentales sobre el mundo en el que vive y sobre la obsesión actual por combatir el paso del tiempo y sus efectos. Pero insisto, también puede leerse con la más ociosa de las disposiciones, abandonándose gozosa y hasta distraídamente a esta loca pesadilla distópica. Eso sí, quienes quieran hacer una serie con ella van a encontrarse el listón muy alto…