Relatos hebreos
Tuberías
Etgar Keret
Trad. Roser Lluch
Siruela
220 páginas | 16,95 euros
En un acto de ironía metaliteraria, cuando el lector ya ha digerido con placer cinco decenas de relatos de Tuberías y entrevé las solapas de la contraportada, Koji, el corrosivo alter ego de Etgar Keret (Tel Aviv, 1967), que aparece y desaparece a lo largo del libro, tira de la anilla de la granada y trata de facilitar la tarea al crítico: “Una mierda de libro —dijo Koji frunciendo la nariz— Salvo dos, perdón, tres relatos, el resto es una porquería. Actualmente cualquier idiota puede publicar un libro”. No contento con su juicio sumarísimo, a continuación, para demostrar su ira, Koji se pone a caminar por el techo de la habitación y, con la ayuda de “toda clase de astucias perversas”, destroza a golpes las unidades de tiempo y acción y deja los relatos de Keret desmembrados e incapaces ya de sostenerse según las reglas canónicas de la escritura.
Y así los encuentra el lector cuando se adentra en este libro: transformados en muecas divertidas, fascinantes, irrespetuosos, extremadamente crueles, ingenuos, disparatados y caprichosos; realistas o fantásticos, brutales o destilados con humor negro, a la manera del vehemente, decimonónico y amargo Ambrose Bierce (Bitter Bierce, le llamaban sus amigos). Keret también podría ser apodado Bitter Keret pues después de leídos los 54 relatos que componen Tuberías —el libro con el que debutó sin apenas reconocimiento en 1992— al lector le queda en la memoria, a pesar de las fantasías, un poso acerbo e inquietante que solo podrá disolver digiriendo más relatos.
El amargado lector tiene suerte porque Siruela se ha empeñado en traducir toda la obra del autor israelí con mayor proyección internacional. Empezó en 2006 con La chica sobre la nevera, continuó dos años después con Pizzería Kamikaze hasta llegar, este mismo año, a Un libro largo de cuentos cortos que reúne, en cerca de 600 páginas, casi todos los relatos breves. Y subrayo casi porque aún faltaba por editar el primero, estas Tuberías con las que se presentó y que ya contienen todo el arsenal estilístico con que construiría su obra futura.
Los libros de Keret en Israel tienen la consideración de best-seller quizá porque, paradójicamente, no es un tipo considerado con sus compatriotas, ni amable. Y bolsa de basura que se encuentra en el sendero, bolsa de basura que patea con una renovada fe en revelar qué contiene dentro. Los relatos incluidos en Tuberías reflejan, entre el relámpago del humor y de la escritura, todas las contradicciones de vivir en Israel, de habitar territorios ajenos como si fueran tu propia casa, de justificar la violencia o asumir el desprecio racial hacia los palestinos.
Israel es un lugar raro, algo así como una nación provisional que requiere una vigilancia perpetua y una reiteración constante de la fe para que no se venga abajo, para que la provisionalidad adopte el aspecto de lo definitivo. De ahí que la sangre, la acción, las armas o la brutalidad intrínseca del ejército formen parte de la cotidianidad que recrean muchas de las viñetas literarias de Keret. Hay relatos de una crueldad atroz, como “Noventa”, en el que unos chicos israelíes, inspirados por la condena a muerte de un árabe, ahorcan a un gato para comprobar si los condenados fallecen ahogados o porque se les rompe el cuello. O “Un árabe bigotudo”, una muestra de desprecio racial que ninguno de los ocupantes del autobús que se mofan del hombre reconocen: “Decir de mí que soy un racista es como decir de un melocotón que es idiota, o de una lámpara halógena que su vida es una mierda”. Pero también hay fantasías puras, de la estirpe de Kafka, como el relato que da título al libro que relata la proeza de la construcción de un tubo con tantos segmentos que el que entra no sale. O sale rebotado al paraíso.