¿Cómo se escribe el miedo?
Las cosas que perdimos en el fuego
Mariana Enriquez
Anagrama
197 páginas | 16,90 euros
Alrededor del fuego que da título a esta obra, podrían leerse —uno detrás de otro— los doce cuentos (mejor dicho, los doce temblores) que la componen. Leerlos de noche en mitad de un bosque. Dudo que ese contexto añadiera más terror a la experiencia de su lectura, pues estos doce relatos provocan un pavor inusitado leídos también un día soleado en un parque infantil o en cualquier vagón de metro abarrotado de una gran ciudad. Tal es su fuerza, un insólito vendaval de terror que devasta certezas, convicciones y esperanzas allá por donde pasa.
Wilhelm Wundt y Sigmund Freud nos explicaron en sus obras que “el tabú no es más que el miedo, devenido objetivo, al poder demoníaco que se cree escondido en el objeto tabú”. Y lo cierto es que en Las cosas que perdimos en el fuego, Mariana Enriquez (Buenos Aires, 1973) ha trufado sus relatos de tabúes inciertos que provocan sacudidas. ¿De qué otro modo podemos nombrar la costumbre de esos niños malditos que se arrancan las uñas si no es como auténticas liturgias macabras?
El terror llega cuando puedes morir violentamente cualquier día, a cualquier hora y en cualquier esquina. La ficción se encarga de amaestrar los miedos reales. Pero, ¿qué sucede cuando los miedos reales no se domestican con la ficción? Un terror que en el caso de la escritora argentina viene revestido con una capa de humor y locura que destaca en el cuento más corto del compendio, “Nada de carne sobre nosotras”. Tras encontrarse una calavera en mitad de la calle, la protagonista del relato confiesa: “Por respeto decidí bautizarla con el genérico Calavera. Por la noche, cuando mi novio volvió del trabajo, ya era solamente Vera”.
Los relatos se despliegan en un ambiente de extrarradio, de periferia, de cierta miseria instalada en los suburbios de lugares como Formosa, Villa Moreno, Buenos Aires capital o La Pampa. En estos lugares habitan niños y jóvenes desquiciados que vuelcan su rabia generacional en cuchilladas. También están presentes los padres y abuelos, con la terrible historia de una dictadura militar que se revela como el mayor de los miedos de toda una nación. Enriquez se desenvuelve en sus relatos como una voyeur siniestra, afecta a una narración glacial. Describe asesinatos como quien describe paisajes. “La gente triste no tiene piedad”, “me parece muy extraño que haya rubios pobres”, “solo gente muy desesperada se iba a vivir allí”… Este tipo de agudas descripciones rebosan en relatos como “La hostería”, “Tela de araña” o “El patio del vecino”. La brutalidad con la que se abre el volumen (“Chico sucio”, una historia dotada de una crueldad infinita hundida en la vida de un niño triste) se mantiene hasta el último de los relatos, aquel que da título a toda la obra (“Las cosas que perdimos en el fuego”), una suerte de calcinación voluntaria y colectiva de un grupo de mujeres que desafían a un patriarcado lacerante compuesto por hombres anodinos, gordos y agresivos que todo lo manchan. “La mujer entró al fuego como una pileta de natación, se zambulló, dispuesta a sumergirse: no había duda que lo hacía por su propia voluntad, una voluntad supersticiosa o incitada, pero propia.” De este modo orgánico —casi plástico— moldea Mariana Enriquez las palabras. En sus cuentos se aprecian distintas texturas, sabores, pulsiones y vibraciones. Una narrativa precisa y hermosa que es capaz de describir las situaciones más abyectas. Roberto Arlt, Shirley Jackson, Samantha Schweblin u Osvaldo Lamborghini están en la órbita de esta joven escritora que parece escribir con una mano temblorosa. Casi la misma con la que los lectores sostenemos su fascinante obra.