Sombras intrusas
Siete casas vacías
Samanta Schweblin
Páginas de Espuma
128 páginas | 14 euros
Tomada, desolada, inundada, la casa. La del cuento de Cortázar; la de la novela de Dickens; la del relato del gran uruguayo Felisberto Hernández. Y las casas, siete, vacías, de la escritora argentina Samanta Schweblin (Buenos Aires, 1978), con dos sorprendentes libros publicados en España: Pájaros en la boca (Lumen, 2010) y Distancia de rescate (Literatura Random House, 2015); y, ahora, este excepcional libro de cuentos, IV Premio Internacional de Narrativa Breve Ribera del Duero. En la contracubierta de Distancia de rescate aparecen a modo de empujón promocional unas palabras de Vargas Llosa: “Samanta Schweblin es una de las voces más prometedoras de la literatura moderna en lengua española. No tengo la menor duda de que esta narradora tiene una carrera brillante por delante”.
Las casas de Schweblin están en barrios residenciales; son casas laberínticas, con las raíces a la vista, con las que se puede tropezar, o también pueden estar traicioneramente ocultas, y si te descuidas te atrapan, como una mano que sale violenta y sorpresivamente del asfalto o del césped. Son casas vacías pero también habitadas: hay gente en su interior, o fuera mirándolas —hay un cuento en donde miran casas, las de los demás—. Hay parejas, familias, niños. Presencias y ausencias —la del hijo muerto—. Son casas con alma. Incluso algunas son como las del pintor Hopper: por ejemplo, en la historia en la que una madre con sus hijos recorren en coche calles de casas que miran, y en algunas, tras los visillos, gente que a su vez les mira.
Los cuentos de Schweblin, como sus casas, guardan en su interior un secreto: eso es lo que tienen los buenos relatos, un secreto en su interior, algo que no acaba de contarse del todo, que se deja al criterio del lector. Casas que te atrapan como una planta carnívora, si la estás mirando desde fuera. Hay casas que son cuadriláteros en los que luchar e intentar no besar la lona, en las que los adultos dirimen diferencias, las comparten o se intercambian sus miedos. Casas que resisten las mudanzas sentimentales, casas que fueron de ambos, que ya pertenecen a otros —y la mirada cambia—. Casas, las más, con jardín, ese pedazo de verde, devastado o no, pero que ayuda a respirar.
Las vidas, las historias de estos relatos van mudando la piel, pero el paisaje que las acoge, esas casas, permanece inmutable. Casas vacías, sí, y habitadas también, y además rodeadas de las de otros vecinos que invaden la tuya, tu intimidad. Todas las casas, residenciales, adosadas, conforman una tela de araña en la que caer. Desde tu casa puedes ver el dolor ajeno —esa mujer, otra excelente historia, que tira al jardín del vecino la ropa del hijo muerto, esa ropa que lastima su memoria— y en otras casas se acumulan recuerdos, cosas, objetos, dolores, que hay que clasificar, embalar, y desprenderse de ellos. Casas que acotan toda una vida matrimonial, larga como una condena, prisiones de las que uno no se evade tras tantos años de silencio, de decepciones, de reproches. Y la casa permanece, como los reproches. Y están las casas deshabitadas —en la calle de ese otro cuento hay tres—, que inquietan porque no se sabe quién las va a alquilar. Nuevos vecinos. Extraños. El miedo al desconocido y a la sombra. Y Schweblin se adentra con toda naturalidad en el relato fantástico. Una sombra, un intruso. Y podríamos seguir, cuento a cuento, casa a casa, o piscina a piscina, como en el célebre relato de Cheever. Ciertamente no: las palabras elogiosas de Vargas Llosa no eran mera cortesía. Más bien una verdad como una casa de grande.