El suicida que amaba la vida
La mirada de los peces
Sergio del Molino
Random House
224 páginas | 17,90 euros
Antonio se va a matar y están rodando una película sobre su muerte. Pasa sus últimas semanas haciendo de sí mismo, perorando, dando lecciones, invocando a Kant y su imperativo categórico. Antonio, no lo he dicho aún, se mueve por la ciudad en una silla de ruedas eléctrica”. Antonio es Antonio Aramayona, profesor de filosofía, “un Zaratustra del barrio de San José” de Zaragoza, un hombre que se tomaba 31 pastillas al día, que escribía artículos en El Periódico de Aragón y que fue “un icono fugaz del 15-M”, autor de libros como Con otra mirada (1998) y Del amor y otras soledades (2009).
Aramayona fue el maestro de Sergio del Molino (Madrid, 1979), un personaje capital en su formación, en los tiempos de instituto, en aquellos días de heavy metal, de porros y cigarrillos, de descampados y de puro aburrimiento en la bodega del Riojano. Era como la antítesis de Robin Williams en la película El club de los poetas muertos. Aunque parezca una paradoja, se suicidó por “amor a la vida”. Impactó en el autor de La España vacía (2016), que ya como alumno suyo escribió un cuento con la niebla de fondo y ganó un premio de 5.000 pesetas, que quizá pagase el propio Aramayona, pero también influyó en sus amigos: Rober, el Mauri, Ateres o Andrea. Les inoculó “una inocencia de poder (…) había venido a hacer de nosotros unos terroristas”, se dice.
A este defensor de la educación laica, capaz de hacer escrache todas las mañanas durante 23 meses ante la casa de la Consejera de Educación, Cultura y Deporte del Gobierno de Aragón, le dedica Sergio del Molino su novela La memoria de los peces, una narración que alterna el pasado (los años 1995 y 1996) y el presente (2016 y 2013) y que es el retrato de un personaje complejo, “coherente hasta lo inverosímil”, y de sí mismo, y de sus días de ira y desconcierto. Del Molino reflexiona sobre su educación sentimental (la joven Andrea, esa amiga, esa pasión posible e imposible, es uno de los grandes personajes del libro), su propia familia, el ambiente social, el deseo de fuga y, sobre todo, indaga en la psicología de un amigo que lo llama, le comenta sus libros, lo observa, le dedica artículos y lo cita para conversar y confirmarle su decisión: “¿Qué te voy a decir a ti de la muerte?”. En esa travesía por el dolor, narrada con mucha serenidad y coraje y con algunos ecos de sus libros La hora violeta (2012) y Lo que a nadie le importa, el escritor se desnuda y se confiesa: “Yo, amo, con pasión y sin condiciones, pero no sé ser devoto. Amo las contradicciones y los arrepentimientos. Mi amor es hacia las personas, no hacia sus ideales ni está inspirado por la forma que son coherentes o se desdicen. (…) no sé militar y siento una animadversión casi física hacia lo gregario”.
Esta actitud le permite entender mejor a Aramayona, que tenía mucho de actor o de perseguidor de un enemigo intelectual a la altura de su disidencia y su dialéctica. La sombra de Cortázar y de Nietzsche y de Albert Camus —a través de su obsesión por Sísifo— está muy presente en un libro escrito con desparpajo y energía, con esa seguridad que burla el pudor, con esa escritura intuitiva, vertiginosa y brillante, preñada de adherencias precisas de una memoria esponjosa, que le permite abordar la España que vivimos, el amor adolescente, la amistad, la vocación, el vínculo con los maestros, la culpa (“sé que le fallé”, leemos), y ahondar en eso cada vez más insondable que se llama la autoficción. El resumen de la vida, del relato y de la relación quizá la dé el autor: “Qué raro es todo”.