Un Albert Robin doble
Petit Paris
Justo Navarro
Anagrama
236 páginas | 17,90 euros
Un fantasma disfrazado de noche y con los ojos azules. Leve, fugaz, una sombra en la rue des Cincs Diamants, a 23 minutos a pie de la Gare d’Austerlitz. El punto de partida de una novela policial con la que Justo Navarro convierte Petit Paris en el espejo donde refleja, veinte años antes, el denso universo moral de pasados, que tejen un presente tan oscuro como su ayer, que aparecía en Gran Granada, protagonizada también por el comisario Polo, imperturbable, descreído, obligado a ir siempre al borde de sí mismo. A París llega después, a punto de jubilarse, con una fotografía de amistades sospechosas en el bolsillo, en busca de cuatro kilos de oro clandestinos de un empresario de la Granada victoriosa, y de la pistola que le robó un tipo de rostro guapo. 1943, la guerra está boqueando. La supervivencia se mide entre el hambre, la Resistencia, los republicanos convertidos en espías y en soplones, los boxeadores en el ring de su ocaso, vendedores de pasaportes falsos a los fugitivos que después denuncian a la Gestapo y los estraperlistas que hacen negocios en locales de fox-trot donde canta Nicole Dermit al piano, mientras un día de sol brillante, de césped verde y alegría en el aire, llueven 250 toneladas de bombas desde 400 metros de altura. Una ciudad tomada, perfecta para un ajedrez Tánger donde nadie es lo que parece y en el que jugarse a blanco y negro una aventura en la que nadie supuestamente gane.
A Justo Navarro lo que menos le importa en sus novelas policiacas son las víctimas o los crímenes. Son los personajes diagonales, ni inocentes ni culpables, la viscosidad de las relaciones con las que se seducen y se traicionan, el orden material y moral de sus conductas, el pasado como doble del presente, las piezas desencajadas del rompecabezas lo que exige su talento de ingeniero de tramas. Sus criaturas son cinematográficas y a la vez reales, todas son producto de un secreto que nunca se desvela y es igual a una cicatriz en el labio, a la manera con la que una copa de Gin&Dubonnet sirve de elixir de juventud, o un Albert Robin doble es el mejor punto final a un viaje que volverá a empezar alrededor de otra sombra. La otra pasión, marca de la casa Navarro, son los tiempos del tiempo. Porque en sus novelas, y en Petit Paris, el tiempo es un pasillo de puertas por las que unos buscan, otros se ocultan, y todos fingen que las abren. En conversaciones, en informes policiales, en preguntas que parecen tijeras, en oficinas de embajadas, en cafeterías de España, y en calles de París. Muchas calles por las que los personajes recorren los distritos, lo mismo que en las novelas de Leon Malet con sus rincones oscuros, los reflejos huidizos de la lluvia en los adoquines, los ojos de gato amarillos de los coches, con sus expresionistas claroscuros y encuadres al bies, en lo escénico y en la encarnadura psicológica de los personajes.
Se mueve con magisterio plástico Navarro al estilo Simenon en la creación de notables intérpretes de la condición humana, Matthias Bohle, Paolo Corpi, el abogado Palma, Luciano Bernard, Marcel Decomble, Alodia Dolz, a través de sus gestos, de su voz, del color de la piel, de la seca fluidez de sus diálogos, de cómo se dejan con la palabra en la boca o se responden en otros idiomas, de su indumentaria, del humo del tabaco, de la luz de las habitaciones y el maullido de sus sombras. Impresiones sensoriales que los definen dentro de la trama de la que más que la autoría de los crímenes lo que importa es la ambigüedad, las causas, el discurso del yo, y la manera con la que avanza la trama y su suspense, construida por las acciones de sus personajes, las nervaduras de la historia que la van enriqueciendo, sujeta a la lucidez perceptiva de la mirada del comisario Polo. Es ella la que narra conforme se mueve entre una Granada y un París ocupados, con su prensa de propaganda, y el intento de desenmascarar a los desertores de la moral que casi siempre tienen salvoconducto, y un final pasajero.