Un árbol rebelde
La vegetariana
Han Kang
Trad. Sunme Yoon
Rata
230 páginas | 19,50 euros
Hace unos años Gallo Nero publicó un libro precioso, El club de los gourmets, de Junichiro Tanizaki. En esta impresionante novelita, los miembros del club degustan una mujer frita a la coreana, es decir, una mujer en tempura. La tempura cubría el cuerpo como bello vestido y el manjar humano sonreía. En La vegetariana de la coreana Han Kang la lógica de los gourmets se da la vuelta: las coreanas devoradas hoy aprietan los dientes para que nadie pueda hacerles tragar ni un bocado de carne. Resistencia frente al precepto de que el hombre es un lobo para el hombre. Tal vez, la mujer no. Contrapeso a la metáfora caníbal de la voracidad económica. Propuesta de religación con la naturaleza. En este libro se atisba una dimensión transgresora y otra conservadora. Tal vez se plantea la pregunta sobre hasta qué punto cierto conservadurismo es transgresor.
En un mundo que se parece al declive del imperio romano que describió Gibbon, un mundo de hiperactividad, cocineros y consumo, Yeonghye deja de comer carne, deja de comer, se confunde con los bosques, y tanto su veganismo como su anorexia son una provocación para la familia y la sociedad coreanas, paradigma de un capitalismo avanzado, cuyas lacras describe el filósofo Byung-Chul Han. Yeonghye utiliza su cuerpo como arma arrojadiza. Su cuerpo de mujer evanescente funciona como herramienta de subversión frente a un sistema donde se produce para que se consuma y se consume para seguir produciendo y el cansancio, la inactividad o la pereza son estigmas aliviados con bebidas energéticas y otros estimulantes. Pero Yeonghye cierra la boca y con ese gesto deja de ser sujeto de consumo y producción. Lo cuenta su marido con una voz incapaz de entender la corrosiva delicadeza de la acciones de su mujer; lo cuenta una tercera persona que se acerca a la mirada del cuñado y de la hermana de Yeonghye. Las miradas oscilantes ponen en tela de juicio el límite entre sujeto y comunidad, lucidez y locura, ascetismo y exceso, cuerpo y alma, enfermedad y salud. Los terribles y hermosos sueños de Yeonghye, que a ratos se transparentan con el recuerdo y a ratos con la premonición, la vinculan con algo diferente a la inercia consumista: La vegetariana podría parecer más canto místico y ecológico, que crítica al capitalismo avanzado. Las dos visiones se conectan y subrayan en la hermosa segunda parte de la novela, “La mancha mongólica”: en ella la voracidad caníbal, el deseo de la carne, se transmuta en una subyugante forma de erotismo y amor que acaso indique un camino para trascender la locura, voracidad y velocidad colectivas: la redención a través de los cuerpos conectados con naturalezas pintadas sobre ellos; a través del arte, la belleza de ciertas acciones y la transgresión de los tabúes. Puede que el cuñado, video-artista, contemple a su cuñada como una performance que, en su intento por reconectarse con las esencias, ejerce el voluntarismo de un artificio políticamente relevante.
Algunas páginas ponen los pelos de punta: el padre de Yeonghye mata al perro que la ha mordido agotándolo para que la carne después esté blanda y comestible; el cuñado cubre de flores pintadas el cuerpo de la vegetariana rodeando la mancha mongólica que, como pétalo, adorna su nalga izquierda; Yeonghye le confiesa a su laboriosa hermana: “Ynhye, todos los árboles del mundo son mis hermanos”… La autora afirma que no pretendió hacer un retrato de la sociedad coreana. Después subraya la complejidad de un país en el que se fusionan las prácticas neoliberales con los restos de una cultura ancestral “hecha trizas”. A los lectores les queda el espacio para elegir entre el susto y la muerte.