Una parodia policial inolvidable
La muerte es una vieja historia
Hernán Rivera Letelier
Alfaguara
200 páginas | 18,90 euros
don Isidro Parodi, el condenado de la celda 273 de la Penitenciaría General de Buenos Aires que resuelve todos los crímenes sin moverse de su celda, inventado a cuatro manos en 1942 por Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy, bajo el seudónimo de Bustos Domecq, le han salido unos nuevos hermanos o hijos parafrásticos, el Tira Gutiérrez y la hermana Tegualda, religiosa de la iglesia evangélica. El Tira, como no tiene permiso de armas porque su experiencia profesional se constriñe a la minería del cobre, lleva en la sobaquera una tostada de mantequilla para anonadar a los criminales, mientras que su compañera amedrenta a los extraños con el bulto del Nuevo Testamento que esconde entre su ropa talar y sus carnes apetecibles. Con ese armamento salen a las calles de Antofagasta, en Chile, a resolver crímenes fantásticos.
En realidad, la prole paródica de Parodi es ancha y parabólica. Las parejas de detectives tronados o extravagantes que pueblan las novelas y las series de televisión, no solo son numerosas sino que constituyen muchas veces la única aportación original que se puede permitir el autor de un género, el policiaco, condenado a repetir la misma estructura: crimen, investigador, indagación y desenlace imprevisto. Antes de la invención de don Isidro Parodi, Conan Doyle había establecido las líneas maestras de la investigación andante de las que se deducen todas las parejas de detectives posteriores. Holmes y Watson, si no abiertamente chiflados como don Isidro, al menos eran los suficientemente maniáticos y estrafalarios para ser los padres naturales, por ejemplo, del inolvidable detective manicomial que alumbró Eduardo Mendoza en El misterio de la cripta embrujada y El laberinto de las aceitunas.
El debut de El Tira y la hermana Tegualda en La muerte es una vieja historia se remonta a 2015 aunque hasta ahora, por razones que el propio autor desconoce, no se había distribuido en España. Tanto se han demorado en llegar el exminero y la hermana que su autor, el prolífico escritor chileno Hernán Rivera Letelier (Talca, 1950), ya ha publicado en su país la segunda entrega que lleva también un aire fúnebre ahijado al título, La muerte tiene olor a pachulí.
En cualquier caso bienvenidos sean al reino del humor policiaco. La trama de La muerte es una vieja historia está a la altura de sus detectives: las repetidas violaciones llevadas a cabo por un “perjudicador” (así lo llama la hermana para evitar términos más gruesos) que huele profundamente a muerto y que acecha a sus víctimas en el cementerio de Antofagasta. El Tira y y Tegualda se asocian para descubrir al criminal mediante una disparatada investigación en la que centran sus sospechas en El Muertito, un joven esquelético y casi espiritual que, según refieren los testigos, habita desde siempre en el propio cementerio que conoce como si fuera su propia tumba.
Aunque la trama es simple, esquemática y cumple las expectativas de cualquier relato policial, el conjunto es divertidísimo e inolvidable, refrigerante como un cántaro de agua fresca en mitad del desierto. Rivera Letelier no solo ha escrito un libro jovial sino que transmite la sensación de que él mismo se lo ha pasado en grande escribiendo el festín de lenguaje de una novela que, más allá del acierto de los personajes, reúne un par de características que aumentan sus méritos. La primera es que es un banquete de términos y expresiones desusados en España que rejuvenece al idioma y al lector. Y la segunda, que siendo un relato en apariencia trivial no rehúye la crítica social y señala con toda la furia que permite el humor la impunidad de las agresiones contra las mujeres y la falsificación que ocultan los credos grandilocuentes y los conceptos campanudos.