Una telaraña de terral
Sur
Antonio Soler
Premio de Narrativa Alcobendas Juan Goytisolo
Galaxia Gutenberg
510 páginas | 22,50 euros
Nos dejó Soler hace dos años con el anarquismo catalán fabulado desde la historia que definió la utopía de una ciudad que se soñaba como prodigio. De igual regusto su lectura que la de Una historia violenta, anterior a ésta, en cuyas páginas el escritor malagueño regresó a su territorio de supervivencias, de sueños carnales y de edades en las que se forja la identidad. El sello y el espacio literario que siempre ha trazado con la cámara de cine de la memoria y una prosa exigente en su aliento sobre el conflicto como tema y en lo poético de su destello. Es conveniente recordarlo para disfrutar mejor las claves y el fulgor narrativo con los que en Sur Antonio Soler se hace un espléndido Ulises joyceano. Expresionista, lúbrico, desolador, polifónico, turbadoramente humano, y con Málaga como un personaje cubista azotado por un viento terral que acosa las vidas recalentadas de sus habitantes, literatura y fragmentos de nosotros mismos.
Desde un magnífico inicio de temperatura lenta propia de David Lynch, Soler nos va presentando el jadeo del amanecer en una ciudad deconstruida en un mapa de fronteras entre clases sociales cuyos hijos, esposas, maridos —víctimas de un modo u otro todos— entrecruzan durante 18 horas su deambular urbano y fou definido por sus amores sin destino, sus miserias, sus dependencias emocionales, sus identidades en fuga y sus abismos, en un intento casi siempre torpe y condenado al fracaso por sobrevivir. Unas veces al óxido que corroe sus secretos, otras al porvenir a secas graffiteado en las paredes del barrio y sus descampados. Y en ocasiones escondidos en los tugurios y sofás de escay donde transcurren unas existencias a punto de perderse. O de empezar el camino de atrás hacia ninguna parte.
El abogado Céspedes en busca de una salvación de sí mismo frente al miedo al mañana. Lo mismo que su amante Julia, vértice frágil de un triángulo de deseo del que ha quedado desahuciada —magnífico el universo sexual en el que se ven envueltos entre el recuerdo de un abordaje erótico en un taxi y la orgía que Sorrentino podría haber incluido en La gran belleza—. El cuerpo moribundo de Dionisio Grandes que se mueve como las manecillas de un reloj que marca la asfixia climática y moral, con ecos de Faulkner, de la sinfonía de personajes rehenes de sus soledades y vacíos. Los que se refugian en la hipocresía del sexo y del dinero para ignorar las realidades que escuecen, los que se acomodan en la cobardía o se afanan en una delincuencia y picaresca cervantina, sin saber si su futuro es una tristeza amarilla, el coraje de estar a la altura o esas escaleras que siempre huelen a comida y en las que se pisan esperanzas corticheadas a tijera.
Son todos, Jorge, Ismael, Rafi Villaplanas, su amante Amelia Marín, la doctora Galán, la Beli y el Pedroche, Floren y Guille, perfiles en derrota de un carrusel arriba y abajo dando vueltas a la resaca de la memoria y al terral del presente en brecha y movimiento entre la infelicidad, sus ángeles extraviados, la violencia, “los pecados del mundo, la traición de los mortales, la debilidad suya y de los que los rodean”. Fantasmas sin brújula de ellos mismos y de sus padres, con la única escapatoria de correr, correr y escribir. Igual que el Atleta en su diario de trinchera y de tartán. Uno de los excelentes registros literarios de este rompecabezas de voces y existencias en revuelo.
De cada una nos regala Soler una fe de vida al final de la picassiana novela —los saltimbanquis azules, los minotauros y las modelos de su voracidad— construida como una telaraña de tiempo psico cultural que le otorga a Málaga la dimensión mítica del Dublín del Ulises; su naturaleza profunda como mundo simbólico —La Colmena—; la riqueza de un fresco neorrealista. La lupa de aumento sobre un día de la vida de un hormiguero en el que al final anochece una brisa fresca de cristales rotos, y la literatura cierra La Aduana.